El templo de Quillota (crónica, por Cristóbal Gaete)



A propósito de la conmemoración de los cien años del club deportivo San Luis de Quillota (8 de diciembre 1919 - ) Cristóbal Gaete comparte con @tatami la siguiente crónica. En El templo de Quillota, la fe es testimonio de comunidad. En este relato, la historia personal se convierte lateralmente en un registro histórico. Pero no solo de triunfos y jugadores gravitantes está construida esta historia. También de derrotas. Como si la fe tuviera una letra chica que implicase estar consciente de la perdida.


                                                                 (Estadio municipal Lucio Fariña Fernández )                      
 Muchos templos existen en una ciudad: la iglesia, el hospital, el congreso, el mall, el mercado; todos tienen la naturaleza de un lugar de encuentro, la masa conducida y la aglomeración, la imponente manzana que deben poseer para que uno crea, para que se entre en un estado especial mientras se dirige a ellos. Mi estado es el nervio en el viaje, cedo a la alegría mientras veo camisetas amarillas a pie. Aunque he visto muchos partidos solo, sí creo que soy parte de una comunidad, que está a mi lado, que supera el género y mezcla clases sociales. Mientras en el cine o en el teatro el espectador va a ser poseído por la imagen o lo dado, en el mercado por la efectiva plaza pública que es, de intercambios simbólicos y económicos, y en el mall es consumidor, en el estadio uno va a dar y recibir, como en la iglesia. Hay una voluntad común, una creencia. En el caso que me convoca, el de San Luis de Quillota en su centenario, la pienso como una prueba más de la inexistencia de dios, abriendo espacio con la analogía anterior. Quienes asistimos aunque soy de los hinchas que va cuando pueden, no que hacen girar el sistema vital para que el resto se acomode a esa asistencia creemos, aunque sea un poco. Por eso me impresiona cuánto se frustran los hinchas por el juego del equipo, como si se pudiese cambiar de una semana a otra. San Luis, de ser un resultado, es empate a 0. 

Calculo que llevo más de 30 años visitando el mismo estadio, antes Municipal de Quillota, hoy Lucio Fariña Fernández, al que comencé yendo con mi papá y mi hermano. Mi viejo nos llevaba a ver a San Luis de vez en cuando y paralelamente asistíamos donde jugara la U, más o menos cerca (Santiago, San Felipe), porque mi hermano era fanático. Tuvo o tiene un pedazo de pasto de El Salvador, del 94. La contradicción era feroz: un estadio grande te permitía ver una hinchada gigante, la mejor de Chile junto a Los Panzers. En Quillota, en cambio, era todo menor y más mezclado. La seducción de lo asible, de lo cotidiano, me tomó a mí lentamente, nada que ver con el amor fulminante. Hoy romantizo hasta las derrotas más crueles a las que asistí, un 2-4 versus Ñublense que nos mantuvo en Tercera el 92, una goleada 3-6 en la visita que nos hizo Colo-Colo. Era tan chico que creía que ese tipo de partidos se podían dar vuelta. Aun sí creo posible perder, no abandono la esperanza pese a que la vida del club esté entre los círculos del infierno. Como en esas películas del americano practicando artes marciales en Asia, se necesita la formación de un temple para entrar al templo, y yo no quiero ganar como al final de esas películas, sino entrar al templo. Tengo mi temple entrenado; puedo ser derrotado, humillado, abatido, pero jamás abandonaría antes de los noventa minutos. Cuando veo a quienes salen del estadio antes del fin pienso en la falta de fe. Es cierto que uno jamás entra a jugar, pero la voluntad colectiva puede empujar a un resultado decente. Lo he visto. Así funcionan las rachas en la vida en general.

 Desde que puedo recordar, los años en Tercera fueron los más críticos. Se podía ganar todo el año, pero al momento de enfrentar los rivales finales, si se perdía, volvíamos al día de la marmota. Hace poco, en una asamblea, hinchas contaban que en la localía a veces eran una decena solamente en la Tribuna Pinto bajo la lluvia, los suficientes para evitar que desapareciera la bandera. Habitualmente asistí a los partidos en que San Luis se acercaba las definiciones, sin mucha suerte en los largos años en Tercera. Uno de los episodios más raros fue el 2001; recién entrado a estudiar Periodismo con dos compañeros hacíamos informes para la página web del club. Dentro de la cancha pude ver una victoria contra Municipal Limache. Al gol saltábamos los 3, contra toda ética u objetividad. Especulo que en esos años se afirmó la cantidad que va al estadio, 1500 personas, número mantenido considerando los hinchas visitantes, a veces 2000 cuando San Luis está en Primera.

 Poca gente, afirmó el historiador sanluisino Francisco Manzo, en la reunión de hinchas. Internet permite la generación de archivos colectivos, páginas de videos e imágenes, que en blanco y negro muestran las gradas llenas en distintas épocas, incluso gente a los lados. Las reproducciones de la revista Estadio que se venden plastificadas en las ferias me permiten ver la gente abarrotando Pinto sobre la altura de la reja, para poder ver bien, incluso en años feos como 1991. El lienzo de la barra homenajeaba entonces a Patricio Yáñez Candia, uno de los grandes ídolos del equipo.


 Fotos a color me muestran La banda del santo, yo recuerdo La furia canaria y hoy la Ultra Kanaria, que están al lado de los hinchas de la tribuna Pinto, sin la separación de otros estadios. En algún momento en primera dio para estar separados, ahora no. Más considerando cómo se ve el juego desde atrás, como en las consolas de videojuego antiguo, onda Super Soccer. Manzo explicaba que una vez que se diversificaron los entretenimientos el estadio dejó de ser panorama y se estancó la asistencia. Cuánto ha colaborado la televisación, la idea del éxito como meta absoluta. Hoy, que hay más quillotanos que nunca, se podría llenar el estadio.  

  El 92, en esa final perdida de la liguilla el Municipal era más una barraca, los pies parecían irse para abajo. Estaba revendido, recuerdo que mi hermano me llevó donde debíamos sentarnos y habían dos viejos que tenían la misma letra y número, con esos papeles roneo de rifa. Se hicieron un poco al lado para que nos sentáramos, en medio espacio personal de la grada vimos el partido. Lo que podría haber sido un suplicio se convirtió en otra cosa cuando cayeron los papeles picados suspendidos. Nunca vi tantos otra vez; y no sabía qué se depositaba en mi corazón entonces. Puede haber sido el fin de una época, lleno con 7000. Hoy el estadio hasta prescindió de una galería. 

 Vi desde la preferencial, mucho más adelante, cómo nos sacaba del averno fácilmente el Chupete Suazo, un marciano para esas canchas disparejas. Disfrutamos mucho con mi papá ver salir adelante ese equipo. Tanto como ver a Takeshi Meneses, actual seleccionado nacional, o a Corominas; padecimos mucho más troncos, los suficientes para atravesar inviernos siberianos. Pienso que si bien a mi papá le gusta San Luis sí le pasa que le gusta más el fútbol bien jugado; le parece insoportable el estilo del actual, que se basa en el pelotazo, rebote y la fortuna en la mayor parte de los equipos de Primera B.

 A mí me da lo mismo, la verdad. Me siento en Pinto, algo más barata y asoleada, idealmente más fiel. La primera hincha que vi fue ahí, con megáfono, cantando “Yo te darééé”. A esta altura creo que no me gusta el futbol, porque no veo a otros equipos, o porque la diferencia de estar en la cancha es la que ofrece la pornografía y el sexo. Me gusta San Luis, el estadio de local y las radios quillotanas de visita. Sentarme en el living a ver un partido de la Liga española es ver cuerpos perfectos haciendo todo perfecto, prefiero mi amateurismo local, gritar y putear, irme vacío. Fabián Casas en una de las publicidades de Quilmes hablaba de jugadores que solo se veían en la cancha. Lo creo. Uno de los que más quise fue el Pato Pérez, quien metió el tiro libre que nos sacó de Tercera, que cuando llegó a jugar por San Felipe de visita le gritaron "paga la pensión". Existe un grado de intimidad absoluto entre quienes van al estadio chico y los jugadores que te oyen. Una vez que nos comimos un baile contra Huachipato pude gritarle a un ex jugador su nombre; se giró contento esperando el saludo de un conocido y le saqué la madre. Un exceso, una bestia que no tiene palabras, eso soy. Es parte de lo que ofrece el estadio mientras avanza el partido, una transformación. Una sanción a San Luis fue por incidentes en la banca visitante y sé que sacudí la reja. 

 Paradójicamente las dos primeras anécdotas eran en estadios prestados, mientras construían el que hoy tenemos, de estándar europeo. Un castillo para quien no lo merece, una cancha sintética donde hay tanto pasto. Lo único bonito es el nombre, homenajeando a un antiguo periodista, al que imagino despachando como Emily Dickinson sus cartas desde su pueblo. 

 Hace poco pude entrar a la carpeta sintética, a su perfección. Recibí una mención en un concurso de microhueás. El futbol es tan injusto como la literatura, quien recibió el segundo premio debió haber ganado. Felicité al caballero, que tenía más años que la chucha, que narró cómo un niño se hace socio y puede opinar en la renovación de los jugadores en los sesenta. Emoción y política en decenas de palabras. Me contó que había árboles entre las tribunas y la cancha y que los socios se colocaban al lado de la preferencial. En pocas palabras, como en su cuento, me pintó otra realidad.

 Desde ese lugar, en la alfombra sintética, me quedé un poco más que el resto de los premiados para ver el lugar donde me siento, colgado el lienzo de las grandes estrellas del club. Si dios existe, podré verlos algún día jugando juntos en el pasto antiguo de Quillota, nuestros mejores jugadores darían qué cara. El fútbol es de potrero y no de retail de complejo deportivo. En la tribuna abrazaré a alguien que no conozco, que esté solo, como tantas veces que uno no sabe a quién compartirle este amor y angustia más a que a alguien que cree lo mismo que tú.

  
CRISTÓBAL GAETE (1983). Ha publicado las novelas cortas Valpore (Garceta, 2015; reeditada también en Argentina), Paltarrealismo (Cinosargo, 2014) y Motel Ciudad Negra (Hebra, 2014), por la que recibió el Premio Municipal de Literatura de Santiago en 2015, y el libro de relatos Crítico (Garceta Ediciones, 2016).

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