PEGAFUERTE (Cuento de Claudio Maldonado)


Furgencio, un boxeador curicano, enfrenta el compromiso más importante de su carrera. Auspiciado por Bicletas Urrutia y Supermercados Gatica sale a disputar el campeonato regional de los minimoscas contra Cochemaniaco. En los camarines espera la manda que le hizo a La Virgencita de Los Dolores y en la casa la Rosa, su mujer, quizás la peor rival que tiene Furgencio en su ascendente carrera pugilística. Esta semana los dejamos con este cuento de Claudio Maldonado, "Pegafuerte", las dichas y desdichas del púgil Furgencio Agenor Astudillo Astudillo dentro y fuera del ring.





Furgencio se sintió ganador. Con una mueca de coraje levantó los brazos. Era cierto, no era un sueño: tenía al molinense aturdido, entregado a no levantar la mandíbula, resuelto a olvidar el gesto numérico del árbitro, resuelto a olvidar los 150.000 pesos de ganancia.

Las neuronas de Furgen no mentían: alrededor de su delgadez el gentío emocionado, de pie frente al milagro tantas veces prohibido. Faltaban segundos. Las gargantas rompían la estridencia. El gordo de la segunda fila subía los puños de su camisa. Con golpes al aire mataba los relojes. Los reproches caseros morían en la nada: "viejita, el boxeo no es bonito, pero putas que me entretiene".

Ocho, nueve ¡y diez! El molinense intentó hacer la misma de Rocky II, pero las cuerdas eran de mantequilla. Los dedos morenos resbalaron entre la inconciencia de la lona. La toalla dio el veredicto. Todo estaba resuelto: "Furgencio Agenor Astudillo Astudillo es el nuevo campeón regional de los minimoscas".

El carnaval fue inevitable. La multitud enloquecida paseó al ganador en andas. Un muchacho eufórico lo envolvió con la bandera, mientras los gritos de "olé‚ olé‚ somos campeones otra vez" estremecieron la memoria de un par de jubilados que veían en el púgil la reencarnación de sus ídolos empolvados.

––Fíjate pos Mariano, si este cabro tiene la misma pegá que Anastasio Lima. ¿Te acuerdas de ese cholo, Mariano?
––Verdad. Con razón le hacía tanta propaganda el chiquillo de la botica.

Después de la premiación vino la ceremonia, y al ceñirse el cinturón Fulgencio sintió un escalofrío de pies a cabeza. No había dudas, tocaba el cielo de los grandes. Los ojos de la gente exigían gratitud, un beso al aire, un grito de guerra, cualquier cosa. De rodillas y abrazado al tricolor, pronunció las palabras: "Sin el apoyo de ustedes no hubiera sido posible. Gracias, mi Curicó lindo". Un segundo de silencio inundó el recinto. Furgencio ya no era sólo el “Tyson de las tortas": era el símbolo, la unión de toda una ciudad convencida en apoyar lo curicano, lo auténtico, lo valedero. Se tocó el We are the champion. Quebrado y abrazado a Rodolfo “Guatelápiz” Cabrera, su tío y preparador físico, contestó a la prensa:

–Quiero agradecer a Bicicletas Urrutia, por todo el apoyo que siempre me ha dado, al Supermercado Gatica y en especial a mi mujer, que es lo más grande que el Señor me ha dado.
––¿Y ella por qué no vino a verlo? ¿Se pone nerviosa al verlo pelear?
––Los nervios siempre están, pero uno es profesional y tiene que mentalizarse.
––Debe estar muy orgullosa de usted.
––Me siento orgulloso de poder darle el triunfo a mi tierra, muchas gracias.

Media hora después, todo era silencio. El Municipal de Curicó era una vieja enferma al amparo de la oscuridad. Los últimos ecos de la fantasía se esfumaban presurosos ante la presencia de Charly y de Don Polo, los barrenderos. Las luces se encendieron. La desnudez era implacable, arrugada, tosca como el quejido de dos escobas repitiendo las mismas frases, los mismos insultos, las mismas quejas.

––¡Por la chucha la gente cochina! ¡Hasta huesos de pollo hay en los asientos!
––Don Polo, en los baños hay dos tazas quebradas.
––Como dice el Chino Ríos: no estoy ni ahí con que el Furgencio haya ganado. Total, hay que seguir trabajando igual.
––Oiga don Polo, hace rato que terminó la pelea y el loquito todavía está encerrado en el camarín. Capaz que esté contando el billete.
––Anda tú a saber. Capaz que esté pagando una manda. Ojalá salga luego porque hay que trapear y estoy re’ molido.
––Charly, ¿viste si salía agua caliente?
––Voy ir a mirar, capaz que el loco esté congelado.

Ganara o perdiera, Furgencio había prometido encerrarse en el camarín. Sólo él y la Virgencita de Los Dolores conversarían la pelea. La raquítica luz de la ampolleta, los baldes y las toallas gastadas creaban un cuadro de misericordia lastimera. Abrió el casillero, sacó las velas y encendió el ritual. La ducha había estado fría y sin jabón, pero ¿qué importaba? Eran las pruebas del Señor. Siempre había sido así. ¡Sí!, tal vez él era un cristiano salvado de los leones y ahora estaba en la mazmorra desgarrado ante tanta gratitud.

––Virgencita de Los Dolores, siempre tuve confianza en mí pegada. En todo caso, jamás pensé que el Cochemaniaco podía durar tan poco. Furgencio está para grandes cosas. Con cualquiera pelea, esa es la realidad.
––¿Y por qué entonces te corres siempre de nuestra pelea? ––le dijo de pronto su esposa que salió de entre las sombras–– ¿Las agallas te sirven pa’ los puros puñetes?

En esas palabras Furgencio sintió algo familiar. Dio vuelta la cara y  allí estaba ella, Rosa Merelo, su conviviente de hacía ya dos años, que le venía a aclarar una situación seria, un problema conyugal muy específico: Hacía meses que el púgil no satisfacía a Rosa en la cama. El fantasma de la eyaculación precoz había entrado sin avisar en el cuerpo de Astudillo. "Me estoy yendo cortado muy luego", le confidenció a un médico amigo, quien le dijo que su tema era sicológico. “No es pa’ la chacota”, le dijo a un buen amigo que le puso el "Iñipiñi". Con el sudor de su mente consultó libros referentes al tema. De nada sirvieron. Eran más complicados que los consejos radiales del programa “Sexo y vida” del doctor Galindo. Muchas noches combatió lo sicológico con piscolas cabezonas. Pero no resultaba. Cuando creía tener las riendas de su cuerpo, los galgos se esparcían rabiosos por el sendero. Volvían, es cierto, pero escapaban en cosa de instantes, a pesar de todas las cadenas. Llegó a pensar que el origen de todo era el pelotazo del Julito Cárcamo en la básica o el golpe bajo que le dio el Chilote Paredes en lo de Puerto Montt. Para el campeón ya nada era cierto, ya ni siquiera se atrevía a enfrentar la situación. Optaba por lo simple: "Estoy cansado mijita, mañana será otro día".

Así habían pasado los últimos tiempos. Para alejarse de la diaria derrota, prefería no hablar del tema. Pero ahora estaba entre la espada y la pared, o mejor dicho, entre el casillero y la lengua sin pelos de la Rosa.

––¿Y por qué entonces te hay corrido de nuestros asuntos? ¿Las agallas te sirven para puro dar puñetes?
––No se me ponga así, mi Rosita. Usted sabe a lo que me dedico. Ya lo conversamos.
––¡Sí, pero yo no quiero conversar!
––No es que no me guste la tontera. Es que usted siempre ha sido media fome pa’ sus cosas. Le acepto los reclamos, pero cuando llegue a la casa téngame una cosita rica, un pollito asado, unos vinitos, ¿no se da cuenta que le gané al Cochemaniaco?
––Me importa un cuesco a quien le hayas ganao’. Pero, en fin, ya que estás tan agallucho voy a prepararte alguna cosita. Todo sea para que funciones como la gente.
––Hágalo mijita y le juro.
––No me jures nada. Te espero en la casa y luego.

Los pasos de Rosa se diluyeron por entre la soledad del gimnasio. Furgencio, al recoger los pedazos de la Virgen de Los Dolores, no podía dejar recordar las últimas palabras de la doña: "¿Y por qué no sacas ese pedazo de yeso? ¿No te basta con lo casta y pura que me tienes en el ring de cuatro perillas?"

––¡Cosita rica! ¿Para dónde va tan enojada?
––¡Cállate Charly! ¿No ves que es la mina del Furgencio?

Eran las 4:47 de la noche y el campeón no llegaba a casa. Las lágrimas de Rosa no se veían y no era por la oscuridad. Las escondía la rabia, las transformaba, las dirigía a un solo objetivo: realizar la pelea a como diera lugar. Eran las 6:15 cuando Furgencio apareció. Las llaves habían sido siempre su peor enemigo. La puerta esquiva por fin se abría al dueño de casa. Pese a las insistencias, Rodolfo “Guatelápiz” no se atrevió a entrar.

––¡Ya pos, Jencho!... entra callao, otro día le seguimos dando.

Había sido inevitable. La cervecita se había transformado en una jaba, la jaba en una garrafa y ésta en un error garrafal. Se pisó los cordones y tropezó con la mesita del living. La mirada quedó estática, la boca entreabierta balbuceó excusas perdidas. Todo era muy "fácil y feliz". Le quedaban un par de billetes grandes, le había quebrado la cara al molinense, ¿y no iba a poder pegar un florerito? Se pegaba mañana, con La Gotita. Ahora estaba muy cansado.

El corazón de Rosa sintió el impacto. Estaba segura que Furgencio había quebrado la foto enmarcada, esa del verano en Pichilemu, cuando se conocieron. En esos tiempos sí que era cotizada. Al bailar, su cintura era el pretexto para que los hombres dejaran de tomar. Mientras ella le decía a los tipos: "No gracias, me voy a pie", soñaba con encontrar algo que valiera la pena. Ese algo resultó ser Furgencio. Había estado toda la noche sentado detrás de un mar de botellas y tenía la nariz chata, como una liebre. Sin embargo, ella lo vio distinto a los otros: le pareció un borracho sincero, pero inteligente. Por fin había dado en el clavo.

––¿Bailemos?
––Bueno ya.
"Cuando me conociste te dije
que yo era parrandero".

Se miraron y la risa fue espontánea.

––¿De qué parte vienes?
––Soy de Chimbarongo, ¿ubicas?
––Caché que todo los locos querían seducirte, pero estoy seguro que por dentro erís el paraíso.

Había encontrado al hombre, pero ¿acaso había descuidado los encantos que tenía en aquella quinta de recreo? No, no podía engañarse más: el culpable era él. Se tomaron la foto al otro día, después de caminar por la arena, antes de los chocolitos, mientras escuchaba palabras bonitas. La ilusión había volado para no volver. Encerrada en el baño espantaba los recuerdos con colorete. Rosa quería volver a saborear la vainilla del comienzo. Las gaviotas jamás se perdían en el mar.

Furgencio se afirmó en el pasillo. El espejo lo miró de cuerpo entero: "Shshsh no hagamos ruido porque o si no la negra". Se afirmó en su instinto, llegó al comedor. Al meter la mano en la panera se fijó en los dos platos, en el pollo frío, en el vino descorchado. Todo era silencio y entendió que los pasos debían ser mudos. Se sacó los zapatos, estaba todo planeado: abriría la puerta, se metería en la cama y al otro día lo clásico, prometer regalos: "Negrita, ¿le gustaría un viajecito a Chimbarongo?”

Pasaría lo de siempre: quedaría rezongando en la cocina, pensando en los canastos de mimbre y en su madre. Finalmente, cerraría los ojos preguntando: "Ya borrachín, ¿los quieres fritos o revueltos?”

Abrió la puerta del dormitorio. Ahí estaba su mujer, de pie, fumando en la ventana.

––¡No prendas la luz, Furgencio!

La borracha visión del minimosca no hubiera podido hacerlo. Soltó los zapatos de la mano, carraspeó dos veces y se tiró en la silla. El olor a Derby era el único elemento que lo mantuvo despierto. Algo raro pasaba, porque la Rosa sólo había fumado dos veces: antes de pegarle a la vecina por unos líos de centro de madres y antes de decirle que no podría darle hijos.

––El pequeño destello del cigarro era la alerta roja que iluminaba la discusión. Rosa apretó los puños. La mirada celeste quedó estática en un punto de la calle. Las palabras brotaron secas al tragar el humo.

––Furgencio, ¿no te acuerdas de nada?
–– ¡Puta la hueá! ¡No pude no más!
––¿Para qué te haces el enojado?
––¡Por la rechupalla! ¡Uno se saca la cresta peleando y no le valoran na’!
––¿Ahora vas a comprarme algo para dejarme callada?

Buscó una rápida salida. Tambaleando se acercó a la Rosa, que le seguía dando la espalda. Al inicio fue con dudas. El púgil le puso sus manos en las caderas, con nervios, esperando el forcejeo del rechazo. Ella quiso regañar y pisó con rabia la colilla. Los brazos tatuados le rodearon la humanidad. Rosa pensó en la quinta de recreo. ¿De nuevo era la excusa para espantar borracheras? El olor a pipeño era total, pero no importaba. Una dulce sonrisa salió de su entusiasmo.

––Jencho, ¿te gusta la bata que me puse?

Furgencio recordó que la bata se parecía a la de Polidoro Combonegro.

––¿De qué te ríes? –le preguntó su mujer.
––¡Chaaa!, estoy borracho, pero no ciego, está más linda que nunca.
––Entonces relájate, Jenchito.
El minimosca no quiso sorpresas. La situación se le iba de las manos. Sólo había querido ser tierno, calmar los ánimos, nada más. Es seguro que Polidoro no causaba tanta impresión cuando se sacaba la bata. Los ojos del boxeador evadieron la ofrenda de Rosa. No deseaba recordar. A la menor tentación los galgos le enloquecerían la dignidad. Era mejor enjaularlos. Desesperado, se escudó en la comprensión.

––Negrita, disculpe. Gracias por entender mi drama. Lo importante es lo
de adentro. Güenas nochesss, tengo mucho zzzzz.

Un beso en la frente coronó el desencanto. La pintura corría por el rostro de Rosa y las palabras sobraban. Abrió el ropero y sacó un par de bolsos. ¿Podría escapar del deseo que aún la quemaba? Las imágenes de lo prohibido le destrozaban la cordura. Sus fantasías estaban bajo tierra, bajo la esperanza, bajo un par de viejas y pesadas frazadas. Lo primero que guardó fue un portaligas. Si este hablaba, ¿qué podría haber contado? La vida es un juego, musitó, mientras guardaba un ludo, regalo de su padre, Don Rómulo Merelo. Él siempre la había aconsejado: "Mijita, cuando pelee con alguien despídase siempre con la mejor palabra".

––Adiós Furgencio, esta relación ya no da para más. Estamos fritos, fritos.
––Mijita, fritos no, regueltosszzzzz.

Rosa guardó los últimos recuerdos. Apoyada en la cómoda empezó a escribir en un papel. Quiso decir muchas cosas, pero ya era tarde:

"Furgencio te lo díje con buenas palavras"

Los minutos terminaron con la noche. La claridad insinuó su movimiento. Bocinazos, taconeos, el tren a la distancia. Nada logró romper la paz del dormitorio. Baco y Dionisio se diluían entre las venas de un campeón que roncaba al ritmo de un profundo y mágico sueño. Furgencio se veía en Las Vegas, desafiando a Tyson, de igual a igual, pues ahora era Peso pesado. Ya no estaba “Guatelápiz”. Un alemán le daba las últimas instrucciones. Era el título mundial. No podía fallarle a Don Polo, moriría si lo derrotaban. Quería ganar rápido y como era su sueño lo liquidó al primer round. Le  asestó un gancho y lo tiró a las cuerdas. Tyson no lo resistió. Quiso seguir, pero pensó en sus hijos. Furgencio Agenor Astudillo Astudillo era el nuevo campeón mundial. La pequeña barra enrojecía de dicha. El público exigía palabras: "Bueno, en realidad yo quería felicitar a mi rival, porque igual es mi ídolo y cayó como campeón". Tyson abrazaba a Furgencio para reconocer el triunfo, para demostrar la humildad de los grandes. Pero Tyson no lo pudo resistir, nadie lo podía frenar: de un mordisco le arrancaba un pedazo de oreja a su colega.

Furgencio despertó gritando. Había sido una pesadilla. ¿Pero por qué había sangre en la cama? Se llevó las manos a la oreja. Estaba en su lugar. Sintió un portazo, recordó el pollo frío, la promesa. Al sacar la colcha de su cuerpo miró su entrepierna. Se había cocinado: en la categoría amorosa Furgencio jamás volvería a pegar fuerte.







+ Claudio Maldonado (1977) Ha escrito el libro de cuentos Santo Sudaca (Editorial Fuga, 2008) Piel de Gallina (Editorial Inubicalistas, 2013). Es profesor de castellano y vive en Talca.

Comentarios

  1. Gracias por compartir! Imposible no leerlo con el tono de Claudio. Gran escritor.

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