En el estanque (Al Álvarez)

Al Alvarez (1929-2019)




Lamentamos el reciente fallecimiento de Al Alvarez, poeta, crítico literario y autor de una decena de ensayos, pero también ex atleta, jugador del póquer, escalador y un manifiesto adicto a la adrenalina. A modo de homenaje dejamos con ustedes un fragmento de "En el estanque (Diario de un nadador)" (2013), publicado por Editorial Entropía en el 2018. 


En el estanque
(Diario de un nadador) 
Al Alvarez
Entropía, 2018.
288 páginas.







Martes 7 de enero, 1,5ºC

Los del pronóstico dijeron que hoy iba a ser el día más frío del invierno, y puede que esta vez hayan acertado: una capa fina de nieve sobre las calles, los vidrios del auto cubiertos de hielo, cielo oscuro, viento cortante. Cuando llegué al estanque nevaba otra vez –no muy fuerte, pero sí lo suficiente como para no quedarse de más–. El agua estaba bastante fría; al salir había un poco de hielo en el primer peldaño de la escalera, y el muelle estaba espolvoreado de nieve. Me vestí lo más rápido que pude; tenía los dedos tan congelados que le tuve que pedir a uno de los guardavidas que me atara los cordones. Me encantan estas heladas de invierno: se llevan los dolores corporales y la bruma mental, y están a tono con lo invernal de mi edad. O, mejor dicho, me hacen sentir joven otra vez: a la intemperie y casi en buen estado. Llevé a lavar el auto, me comí un sándwich de panceta en el bodegón y volví a casa sintiéndome excelente. Después se disiparon las nubes y salió el sol. Los árboles sin hojas que hay frente a mi ventana se sacuden con el viento.



Jueves 4 de noviembre, 11,5ºC

Un misterio. El día está oscuro y lluvioso, las gaviotas de siempre vuelan bajo o se posan en las barandas y los trampolines; también hay un par de cormoranes melancólicos sobre las boyas. Salgo en diagonal hacia la izquierda, nadando rápido, y cuando emerjo en la otra punta para girar, ahí mismo, a unos veinte metros, sobre la boya que hay pasando la soga, está la garza: brillante, nítida, como iluminada por un reflector –gris y plateada, con una franja negra bajo el pecho y el pico de un amarillo intenso–. Me mira. Cuando vuelvo al muelle ya no está, y no hay ni rastros de ella en sus dominios habituales, las orillas más remotas del estanque. Una aparición que se desvanece sin dejar huella –ahora la ves, ahora no la ves–, como si me estuviera diciendo algo que no consigo entender.



Viernes 7 de marzo, 3,5ºC

Otra de esas mañanas tempestuosas de marzo que desde la ventana de una habitación tibia parecen espléndidas pero que te congelan ni bien ponés un pie en la calle. Es por el viento helado: hace que las nubes y las sombras corran carreras, lanza a los cuervos de acá para allá como si fueran piedritas y convierte la superficie del estanque en una retícula deslumbrante de olas. Aunque el agua sigue en tres grados y medio, cada día parece más tibia, y siento que debería nadar un poco más: tal vez en diagonal, y no en línea recta hasta la soga y de ahí directo al muelle. Elijo, en cambio, demorarme un rato en la vuelta: estudio cómo se van hinchando muy despacio las puntas de las ramas en los árboles que asoman sobre el estanque. Hacia la hora de almorzar ya no había sol, llovía y los árboles pelados frente a la ventana de mi estudio se sacudían como posesos.



Sábado 10 de mayo, 14ºC

Cuando me estaba subiendo al auto para ir al estanque pasaron David Storey (el escritor) y su señora. Es un tipo alto, corpulento; fue jugador profesional de rugby antes de entrar en Bellas Artes, y después cambió la pintura por la literatura. A pesar del rugby es afable y tiene una voz muy delicada. Me gusta mucho su humor melancólico. De hecho me cae muy bien, y creo que yo a él también. Últimamente nos vemos sólo al pasar, en la calle, aunque vive cerca (acá a la vuelta, sobre Gardnor Road). Pero para nuestra amistad distante ese dato es demasiado invasivo, y no lo mencionamos nunca, no sea cosa que alguno se sienta forzado a invitar al otro. Todo muy inglés. Hoy charlamos un segundo, más que nada sobre las humillaciones de la vejez –el tema de siempre–. Y lo cierto es que por primera vez lo vi como a un viejo. No por la panza y las canas –que tiene hace años y sobrelleva muy bien con esa contextura tan robusta–, sino por cierto temblor difuso que lo rodeaba, una vibración en el aire, un halo tenue de vacilación –no mental: física–, como si no estuviera completamente en foco. Es lo que sucede “cuando empiezan a separarse cuerpo y alma”, que es supongo lo que me está pasando a mí. Así que manejé hasta el estacionamiento, llegué rengueando al estanque y nadé casi hasta la soga –emprendí la vuelta unos diez metros antes–, como para demostrarme que todavía más o menos sigo en carrera.

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