CORRER DE JEAN ECHENOZ [FRAGMENTO DE NOVELA]
En los Juegos interaliados de Berlín, en
1946, al ver detrás del cartel de Checoslovaquia a un solo atleta desmañado,
todo el mundo se ríe. Cuando ese atleta, que no se ha percatado de que lo
convocan para participar en su prueba, atraviesa el estadio como un loco
gritando y agitando los brazos, los periodistas sacan veloces sus libretas.
Cuando cruza la meta en solitario, los ochenta mil espectadores estallan en un
clamor. En pocos años y dos Olimpiadas, Emil Zátopek es invencible…
hasta que estalla la Primavera de Praga, se alinea con Dubcek contra el
estalinismo y cae en desgracia.
Los dejamos con un
fragmento de la premiada novela Correr de Jean Echenoz que noveliza
la vida del atleta checo Emil Zátopek.
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Un estilo, en efecto, imposible. Larry Snider no es el
primero en observarlo. En preguntarse cómo se las compone Emil.
Hay corredores que parecen volar, otros bailar, otros
desfilar, otros parecen avanzar como sentados sobre las piernas. Algunos dan
tan sólo la impresión de ir lo más rápido posible a donde acaban de llamarlos.
Emil, nada de todo eso.
Emil parece que
se encoja y desencoja como si cavara, como en trance. Lejos de los cánones
académicos y de cualquier prurito de elegancia, Emil avanza de manera pesada,
discontinua, torturada, a intermitencias. No oculta la violencia de su
esfuerzo, que se trasluce en su rostro crispado, tetanizado, gesticulante,
continuamente crispado por un rictus que resulta ingrato a la vista. Sus rasgos
se distorsionan, como desgarrados por un horrible sufrimiento, la lengua fuera
intermitentemente, como si tuviera un escorpión alojado en cada zapatilla de
deporte. Está como ausente cuando corre, tremendamente ausente, tan concentrado
que ni parece estar cuando está ahí más que nadie, y su cabeza, encogida entre
los hombros, sobre el cuello siempre inclinado hacia el mismo lado, se balancea
sin cesar, se bambolea y oscila de derecha a izquierda.
Puños cerrados, contorsionando caóticamente el tronco,
Emil hace también todo tipo de cosas con los brazos. Cuando todo el mundo os
dirá que se corre con los brazos. A fin de propulsar mejor el cuerpo, los
miembros superiores deben utilizarse para aligerar las piernas de su propio
peso: en las pruebas de fondo, el mínimo de movimientos con cabeza y brazos
mejora el rendimiento. Pues Emil hace exactamente lo contrario, parece correr
sin que le importen los brazos, cuya impulsión convulsiva arranca de demasiado
arriba, describiendo curiosos desplazamientos, a ratos alzados o proyectados
hacia atrás, colgando o abandonados a una absurda gesticulación, y sacude
también los hombros levantando exageradamente los codos como si transportase
una carga demasiado pesada. Mientras corre parece un boxeador luchando contra
su sombra, por lo que todo su cuerpo se asemeja a un mecanismo descompuesto,
dislocado, doloroso, salvo la armonía de sus piernas, que muerden y mastican la
pista con voracidad. En suma, no hace nada como los demás, que a veces piensan
que actúa atolondradamente.
Pero no todo es correr a su manera, resulta que
también hay que entrenarse. De modo que él también se entrena.
Sobre esa cuestión del entrenamiento, abundan las
teorías de todo el mundo. El sistema sueco, llamado a intervalos, consiste en
series de sprints alternados con pausas más o menos largas. El sistema
Gerschler preconiza el entrenamiento fraccionado, cronometrado en pista y a
ritmo relativamente lento. El sistema Olander prescribe un periodo de footing
con cambios de velocidad, pero en pista blanda y en un entorno natural. Emil ha
estudiado minuciosamente cada uno de estos métodos, y los ha asimilado uno tras
otro para condensarlos en uno solo, el método Emil, que no deja tampoco más que
un mínimo espacio a la pura cultura física.
Todas esas técnicas aconsejan por ejemplo pausas entre
los sprints, circuitos de facilidad intermedia que la mayoría realizan
caminando. Emil no, él prefiere correr entre dos esfuerzos, convencido de que
el organismo se habitúa de ese modo a descansar en plena carrera y, aun en un
estado de intenso cansancio, a mantener el ritmo adecuado.
Todas observan también el principio de mantener la
intensidad del esfuerzo a un nivel más bajo que el de la competición: mientras
uno se entrena, conviene escatimar las fuerzas que se necesitarán durante la
prueba. Emil opina, por el contrario, que es preciso entrenarse lo más
duramente posible, multiplicar los ejercicios trabajosos para que la carrera
resulte después más fácil.
A su juicio, ninguna de esas técnicas templa
suficientemente la voluntad, al aceptar que el corredor reduzca el ritmo cuando
siente que le flaquean las fuerzas. Emil no está nada de acuerdo con eso.
Cuando se siente cansado, a poco que advierta el menor peligro de lentitud, se
esfuerza de inmediato en acelerar. Su suerte, en ese sentido, es que le gusta
sentir dolor. Sabe que puede contar con su amor al dolor y consigo mismo: nunca
deja que nadie le dé masajes.
Ese modo de entrenarse le permite agotar a sus
adversarios mediante un gran número de sprints intercalados, al tiempo
que se reserva fuerzas para el final, que es siempre sumamente violento. Su
ritmo en la carrera se modifica constantemente, a base de tempos rotos y
sutiles cambios de velocidad, de los que se quejan amargamente quienes corren
tras él. Porque no sólo les resulta casi imposible seguir sin descentrarse la
pequeña zancada corta, discontinua, desigual y sincopada que gasta Emil, no
sólo esos incesantes cambios de ritmo les complican horrorosamente la vida, no
sólo esa cadencia extraña y cansada, acompañada de gestos rígidos de autómata,
los desalienta porque los engaña, sino que el continuo balanceo de la cabeza,
sumado al incesante molino de los brazos, les produce casi vértigo.
Nunca, nunca nada como los demás, y eso que es un tipo
como todo el mundo. Cierto que hay quien asegura que los intercambios gaseosos
de sus pulmones son anormalmente ricos en oxígeno. Cierto que hay quien
sostiene que su corazón está hipertrofiado, que tiene un diámetro por encima de
la media y que late a un ritmo menor. Pero una comisión técnica médica,
especialmente reunida en Praga a tal efecto, desmiente todos esos rumores y
afirma que nada de eso, que Emil es un hombre normal, que únicamente es un buen
comunista y que eso lo cambia todo.
Total que nada es seguro, salvo que al parecer ha
sabido disciplinar ese corazón y esos pulmones, capacitarlos para los esfuerzos
de velocidad más próximos y para recuperarse igualmente deprisa. Ello le
permite rematar una larga carrera con un desenfrenado sprint y, sin jadear
apenas, salir corriendo a los pocos segundos para recoger el chándal en la otra
punta del estadio, y hacer lo mismo al día siguiente.
Algún día se calculará que, sólo entrenándose, Emil
habría dado tres veces la vuelta a la Tierra. Hacer que funcione la máquina,
mejorarla sin cesar y arrancarle resultados, eso es lo único que le importa, y
es sin duda lo que hace que, para ser sinceros, verlo no sea nada bonito. El
caso es que todo lo demás le importa un pimiento. Esa máquina es un motor
excepcional en el que se ha omitido montar una carrocería. Su estilo no ha
alcanzado ni quizá alcance nunca la perfección, pero Emil sabe que no dispone
de tiempo para prestar atención a eso: serían demasiadas horas perdidas en
detrimento de su resistencia y del incremento de sus fuerzas. De manera que
aunque no quede muy bonito, se limita a correr como más le conviene, como menos
le canse, y se acabó.
+ JEAN ECHENOZ (ORANGE, 1948) ha publicado más de doce novelas: El
meridiano de Greenwich (Premio Fénéon), Cherokee (Premio
Médicis), La aventura malaya, Lago (Premio
Europa), Nosotros tres, Rubias peligrosas (Premio
Novembre), Me voy (Premio Goncourt), Al piano, Ravel
(premios Aristeion y Mauriac), Correr, Relámpagos y 14, así
como el volumen de relatos Capricho de la reina. En
1988 recibió el Premio Gutenberg como «la mayor esperanza de las letras
francesas».
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