A ti nadie te obliga (cuento de Eduardo Plaza)






Era diez de diciembre y estábamos reunidos casi todos los hombres de los dos octavos. Dos sábados al mes el profesor de Educación Física nos invitaba a jugar fútbol en las canchas al borde de la quebrada El Culebrón, saliendo de Coquimbo hacia el norte, justo donde pasa el estero.
Según las clases de Ciencias, El Culebrón era un humedal de taguas, chorlos y huaraibos. Para nosotros solo era las canchas.
Los chicos jugaban. Algunas chicas llegaban a mirar.
Yo no era muy entusiasta. Iba porque prefería eso en vez de los largos paseos por la feria a los que mi madre me tenía acostumbrado. A los trece años cualquier actividad era más estimulante que salir a comprar verduras.
Mirar cómo el resto jugaba a la pelota, espantar zancudos con la gorra o lanzar piedras a las pozas que dejaba el estero, en este caso, eran buenas opciones. Si no era la cancha, indefectiblemente era la feria.
En mi curso siempre fui de los menos aptos físicamente y mi motricidad era un desastre. Era pésimo con el balón: el segundo peor entre mis amigos —Rodolfo tenía una pierna extraña y un tendón problemático que no le permitía apoyar por completo la planta izquierda— y el peor, por lejos, de los ocho primos de la familia.
El fútbol me gustaba. Lo veía. Íbamos mucho al estadio. El problema era practicarlo. Para aquello requería de dos cosas con las que no había nacido: coordinación y personalidad.
Ese día decidí dejar los zancudos para más tarde y me puse en la fila para jugar. Ambos capitanes —siempre los preferidos del profesor— se ubicaron frente al grupo y escogieron a dedo y turnándose a quienes querían en sus equipos. Los elegidos caminaban hacia sus capitanes y se instalaban tras ellos. Si bien era sencillo advertir a los mejores simplemente porque eran los primeros en ser escogidos, había otra característica: mientras todos estaban de pie, en fila, ansiosos por escuchar su nombre, los talentosos se daban el lujo de lucir distantes y confiados. Era parte de su encanto. Parte de su belleza. Si estaba sentado, era bueno. Si se daba el lujo de llegar atrasado, colgar sus cosas y meterse a la cancha todavía con olor a cigarro, era el mejor.
Esos pocos, pensábamos, serían los futuros futbolistas, los que vestirían la aurinegra y terminarían jugando en la tele, los que nos dejarían colarnos en los camarines cuando Coquimbo Unido se enfrentara a los equipos grandes para conseguir autógrafos y tomarnos fotos. Serían los que tocarían el éxito del único modo en que un pendejo de trece años cree que el éxito se expresa: huyendo de la cancha de tierra y jugando en el estadio.
Y por supuesto no teníamos idea: los futbolistas de este puerto no salían de las canchas de El Culebrón ni de los colegios subvencionados, sino de las trincheras de la Pampilla, donde un chico de once años podía arrancarte una pierna de cuajo si no tenías cuidado. Botafogo, Halcones Negros, Unión Bilbao, Thunder. Casi todos los cadetes de Coquimbo Unido salían de estos equipos amateur: se volaban los dientes a pelotazos hasta que un veedor de las divisiones inferiores los descubría. Raúl Palacios, Eugenio Julio, Marcelo Corrales, Axel Ahumada. Todos habían salido de allí o habían ido a morir al finalizar su carrera. Mario el Loco Rodríguez. Todos. Eso era fútbol. Lo nuestro solo era algo muy parecido.
Sé que era diez de diciembre porque, una semana antes, Universidad de Chile había ganado el clásico contra la Católica. Un mes después conseguiría su primer título tras un cuarto de siglo. Quiero decir que cosas grandes pasaban en el fútbol y los adultos lloraban frente al televisor.
Yo era muy chuncho. Por esa misma fecha mi padre había llegado a casa mostrándome un autógrafo de Mirko Jozic. Cumpleaños adelantado fue lo primero que me dijo. La letra de don Mirko era vergonzosamente similar a la de mi padre. Yo soy de la U, le expliqué, quizá estableciendo por primera vez nuestras diferencias, las cuales, con el tiempo, abrirían un surco como el que deja un río seco.
Como era de esperar, mi desempeño durante el partido fue lastimoso. En los primeros quince minutos —jugábamos partidos cortos, veinticinco por lado— no toqué la pelota más de tres veces. Me escondía. Huía. Me aterraba la atención. Tomarla e intentar avanzar con ella durante tres o cuatro segundos era el equivalente a una luz cenital apuntándome en el escenario. Las miradas siempre están sobre la jugada y yo prefería estar lejos de eso. Recuerdo la última vez que toqué la pelota en ese partido. Trotaba por el carril izquierdo. Pavez la tomó, giró hacia mi costado y me dio el pase. Mi estómago se apretó a la velocidad de un chasquido. Recibí con la derecha —mi única gracia era ser ambidiestro— y me quedé allí, congelado, sin saber cómo deshacerme de ella. No busqué una jugada en particular, no pensé en el adversario, no intenté esquivar una marca. Mi única urgencia era deshacerme de la pelota. Dos segundos de estupefacción bastaron para que alguien me la quitara y avanzara hacia nuestro arco. Tuve suerte de que no terminara en gol, pero las puteadas me las llevé igual. Me llovían con rabia, con patudez de pendejo. “¡No se la toquen más!”, gritó el gordo Baquedano, fuera de sí, mientras el profesor solo repetía: “¡Dejen que aprenda, dejen que aprenda!”.
Cómo sería de estúpido ese sujeto que tenía la esperanza de que alguien pudiera aprender a jugar fútbol a los trece años.
Luego de un par de minutos levanté la mano para pedir cambio y al ver que el profesor no tenía intenciones de sacarme, salí trotando despacio, aprovechando un tiro libre a favor. Nadie se dio cuenta hasta que me vieron arrojando piedras a las charcas, cinco o seis minutos después. Nunca más jugué un partido con los cursos. Era todo tan grave. Todos se tomaban esto demasiado en serio. Todos querían impresionar.
—Lo estás haciendo mal —dijo Andrés, uno de mis compañeros—. La piedra tiene que saltar varias veces sobre el agua y tú solo las tiras para que se hundan.
—Pero eso es lo que quiero, que se hundan.
Andrés iba en octavo, como el resto de nosotros, pero era imposible que entonces tuviera trece años. Había llegado a mediados del año anterior, probablemente expulsado de alguna parte. Era quince centímetros más alto que todos, tenía marca de afeitada y un quiff muy poco infantil de estilo variado: a veces muy Morrissey, otras más Elvis. Para mí era el chico repitente. El chico que se peinaba extraño y el chico que una vez en clases respondió a la pregunta “¿qué palabra compuesta conoces?” con un extrañísimo “champú”. Sobre la oreja derecha tenía una larga cicatriz, un grueso corte que cruzaba la nuca y llegaba al otro lado. Como las costuras de una Challenge de Inglaterra 66.
Oímos que los gemelos Fierro se estaban despidiendo, y como sus padres habían pasado a buscarlos en camioneta, unos cuantos más se sumaron para no tener que salir más tarde a tomar micro a la carretera. Empezaron a faltar jugadores, por lo que salieron a reclutar a la fuerza a quienes fumaban a escondidas bajo los sauces a unos metros de nosotros.
Tomamos las mochilas y nos internamos en el humedal, lejos de la cacería.
Los zapatos se hundían en la ciénaga y en cosa de segundos quedé con los pies empapados.
—¿Te quedan piedras?
—No, pero tengo monedas antiguas. ¿Quieres? —dije y le lancé una. Antes de apuntar hacia el agua la miró con atención, intentando leer las inscripciones borrosas.
—¿De dónde las sacaste? —me preguntó. Yo tenía cientos de ellas. Literalmente cientos. Siempre traía una bolsa conmigo, me gustaba sentir que tenía dinero propio. Un día mi abuela decidió que no guardaría más “porquerías” del abuelo y, quizá pensando qué, creyó que lo correcto era regalármelas a mí. Yo las usaba para joder en los teléfonos públicos y las aplanaba en las vías del tren, cuando pasaban los carros con hierro provenientes de El Romeral que CMP descargaba por el puerto de Guayacán en dirección a Japón.
—Me las encontré —respondí.
—No deberías tirarlas, podrías tener mucha plata sin saberlo.
A esa edad, por supuesto, yo no tenía idea de lo que era la numismática y menos todavía el valor de una buena moneda. Creía que Andrés era estúpido porque no entendía que el dinero se renovaba. Todo esto ya era muy viejo. Para mí valía lo mismo que un yogur vencido. Eché diez o quince monedas en un calcetín que saqué de mi mochila y se las entregué.
—Es plata vieja.
—La plata vieja también sirve.
—Mentira.
—Mi tío tenía y las vendió.
—No, mentira.
—Se compró dos perros chicos. Quería cruzarlos y tener más para vender, pero no resultó.
—¿Por qué?
—No sé, parece que no se llevaban bien. Algo pasó. Los cachorros. Eran dos Akita. Yo me quedé con uno por un tiempo. ¿Conoces los Akita?
—Sí —mentí.
—Son peligrosos. Un amigo me dijo que vio a un Akita comerse a una niña de tres mascadas. Me dijo que le pasó a la hija de su nana. Son japoneses. Los japoneses son peligrosos. La gente y los perros también. Los de mi tío eran chicos y por eso no nos hicieron nada. No se dieron cuenta de que éramos chilenos.
—¿Y qué les pasó?
—Se los llevaron. Yo quería quedarme con el mío, pero mi tío me lo quitó. Yo creo que se fueron de vuelta a Japón —dijo encogiéndose de hombros.
—¿En los barcos de Guayacán?
—Sí, en los barcos —respondió mientras lanzaba al agua una moneda grande, de las más grandes. Rebotó solo una vez antes de sumergirse—. Son muy livianas, ¿sabes? No puedes hacer rebotar monedas tan livianas. Pero quizá puedes hacer mucha plata. ¿No hay más piedras por ahí?
—Al fondo —apunté.
—Se van. Mira, están esperando micro. —Tomó el peso de la última moneda que le quedaba, como si con eso pudiera descifrar su valor.
—Allá no juegan fútbol —dije—. En Japón. Practican karate. También los obligan.
—A ti nadie te obliga.
Andrés estiró la mano y me pidió más monedas. Antes de que pudiera decirme algo, arrojé la bolsa completa hacia el estero, hundiendo la colección y dando por finalizado abruptamente nuestro juego. Se perdieron como doblones piratas bajo el mar.
—Tiraste todos tus cachorros al río —dijo con una mueca de sonrisa. El sol pegaba con fuerza y Andrés entornó los ojos para mirarme. Yo sonreí y bajé la vista hacia mis zapatos mojados, difusos bajo la totora. El agua me llegaba hasta las pantorrillas.
—¿Tiré todos mis cachorros al río? —pregunté antes de doblarme en una carcajada estrepitosa.




 Publicado en Hienas (Libros de Mentira, 2016)





Eduardo Plaza (La Serena, 1982) es periodista por la Universidad de La Serena. Ha sido finalista, entre otros concursos, del Premio Stella Corvalán (2013), del Concurso de Cuentos Paula (2014) por “Hienas” y del Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral por “Once pasos y medio” (“Mariposa”, en este volumen). En 2017 fue seleccionado por el encuentro literario Hay Festival como uno de los treinta y nueve escritores latinoamericanos menores de 40 años más importantes. Hienas es su primer libro.


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