Movimiento perpetuo (Artículo de Sofía Ormazabal)

Caer bajo la presión de los resultados y la cuantificación de datos intentando entender los alcances de nuestro rendimiento físico. Olvidar el disfrute y enfocarse en la competencia para resaltar sobre el resto, desplazando cada vez más el funcionamiento íntegro de nuestro cuerpo. 

Esta semana, Sofía Ormazabal nos presenta un reflexión en que nos habla del tránsito de esta presión al despliegue más libre y orgánico del deporte en nuestro cotidiano. 




Cuando chica era mala en gimnasia. Tan mala que hasta me mandaron a reforzamiento de Educación Física los sábados para que aprendiera a recibir pelotas y dejara de vivir en la enfermería por pelotazos en la cara. Decía que me “cargaba” hacer ejercicio, pero irónicamente llegaba del colegio a andar en bicicleta con mis amigos o pasar horas caminando por los cerros cerca de mi casa, tanto que mis papás se preocupaban y pensaban en llamar a los Carabineros. El ejercicio era más juego que una rutina con horario establecido. En la niñez los límites entre esparcimiento y deber están difuminados. Pero, a medida que uno se va insertando en el mundo del “adulto funcional”, estas delimitaciones se endurecen y uno dedica menos tiempo a las “actividades no productivas”.

Aquí es donde entra el ejercicio. No es directamente productivo, pero el impulso dopaminérgico es un catalizador para el resto de la vida. Educación Física carecía del “lado bueno” del deporte: siempre fue un deber y hasta una humillación. Ejercicio motivado extrínsecamente por la terrible amenaza de mandarme a la inspectoría o forzarme a ir los sábados en la mañana a seguir recibiendo pelotazos con la nariz. Pero fuera de las rejas del colegio, salir a correr o andar en bicicleta era una necesidad generada solo por mi propia voluntad de explorar el mundo. Una sensación tan agradable, que consideraba un día sin deporte como un día perdido.

 Desde que comencé a hacer ejercicio todos los días adopté un ritual liberador y a la vez opresivo. El entrenamiento es una instancia sagrada, ininterrumpida, reservada y desconectada. Una introspección carente de palabras. Aunque cada sesión es distinta, todas poseen los siguientes denominadores comunes:

1)   Calentamiento: los primeros diez a veinte minutos en el que el cuerpo pelea con la inercia. Las piernas son succionadas por arena movediza y las sábanas de la cama. Las articulaciones crujen y comienzan a engrasarse. La mente enciende el motor y el sistema operativo. Pero es un software viejo y sin optimizar: está lleno de aplicaciones ruidosas que obstruyen un funcionamiento expedito y rápido arranque.
2)   Dejar ir: el cuerpo se relaja. Los muslos dejan de pesar, la espalda y brazos pierden su calidad de fósiles siendo desenterrados y estar al borde de quebrarse al extender un centímetro más el rango de movimiento. Los pensamientos se van minimizando y pasan a ser sobre las sensaciones y percepciones instantáneas, más que de escenarios anteriores y futuros.
3)   Mente en blanco: la distinción entre res extensa y cogitans se difumina. El cuerpo entra en sincronía con un metrónomo y los movimientos se automatizan. Hay una perfecta coordinación respuesta-estímulo. Es el momento en que la teoría de la Embodied Cognition toma más fuerza y validez. Cada centímetro cúbico del cuerpo se siente lleno de neuronas, con sus mitocondrias vibrando por dejar salir energía.

Aún con este amor al deporte, el destinar tiempo para entrenar se volvió estresante. No solo por las sesiones en sí o las competencias, sino por las preparaciones para maximizar mi rendimiento en cada sesión y acelerar la recuperación para luego seguir entrenando. Mi día se convirtió en un ciclo de dormir-entrenar-comer-clases/trabajo - entrenar - comer - dormir. No me podía dar el lujo de la cotidianidad, de dormir unos minutos menos por quedarme conversando o leyendo, cada ganancia (o pérdida) marginal determinaba mi desempeño.

Los tiempos de deporte ya no resultaban meditativos y libres. Los disfrutaba, pero mi mente debía estar cien por ciento atenta en optimizar cada movimiento. Mi forma no podía decaer. No había espacio para divagar. Por otro lado, comencé a entrenar en grupo. El deporte se convirtió en una actividad social. Ya no corría sola en montañas o bosques inhabitados. No tenía la ayuda de la naturaleza para entrar en el estado alfa. Al entrenar en equipo, mis pensamientos eran constantemente interrumpidos por el afán de competencia. Podía coordinarme con mis compañeros, pero no conmigo misma. Contrastaba mi técnica y tiempos con los de mis pares, práctica que hizo escalar mi rendimiento exponencialmente, pero limitó mis instancias de relajo. El deporte era menos juego y más estrés.

Pensaba que nunca iba a poder volver al estado de “paz deportiva” de mi niñez. Ese estado en que no me preocupaba de la cadencia, brazadas o pulso. Cuando no llegaba a la casa a analizar los datos del GPS y el monitor cardiaco, no calculaba mis macronutrientes al miligramo, no andaba forrada en lycra y dryfit y volvía igual de cansada y llena de barro.

Al mudarme a Japón y desechar la rutina se me presentó una oportunidad para el cambio. Ya no tenía metas ni un plan detallado. Me comía la incertidumbre. Pensaba que iba a engordar, que iba a perder todo el músculo que me había costado años construir, que mis tiempos iban a empeorar a nivel de cero experiencia. Si bien no tenía metas exclusivamente deportivas, mi objetivo era explorar Japón por mis propios medios: viajar de pueblo en pueblo en bicicleta o corriendo. Quería tener la energía y salud para hacerlo. El excel con mis marcas ya no importaba.

Decidí tomarme el año para enfocarme en mejorar mi flexibilidad y movilidad, reparar desbalances musculares y acostumbrarme a ayunar, para aguantar y sobrepasar condiciones adversas. Fraccioné mis tiempos de ejercicio: iba entre clases, un poco en la mañana y otro en la tarde. Trabajé en que los movimientos fueran lo más naturales posibles y me mantenía en constante movimiento. El ejercicio se volvió espontáneo y orgánico. Todo valía: desde subir cerros, bailar con los abuelitos en el borde del río o jugar básquetbol con los niños en la plaza. Así evité formar lesiones por sobrecarga y trabajar mi musculatura de manera íntegra, pero logré adaptarme a soportar largos periodos de actividad física.





Mis rutas dejaron de ser enfocadas a preparar carreras y se transformaron en desafíos personales: carreras sin glamour donde yo era la única participante. Consistían en llegar de un pueblo a otro antes de que se oscureciera o se acabara la batería de mis luces. Los kilómetros pasaban y pasaban. Escuchaba audiolibros y me concentraba en el paisaje. No sentía hambre, cansancio o sueño hasta que volvía a mi edificio y apenas podía subir las escaleras. Al día siguiente maldecía la falta de sensibilidad de mi cuerpo frente al cansancio y el dolor. Trataba de memorizar gramáticas y kanji mientras mi estómago rugía y me sumía en el letargo de la hipoglucemia. Al salir de clases olvidaba todo malestar, enganchaba los pedales y volvía a las montañas. Debía aprovechar cada momento de sol y días sin lluvia para explorar Kansai. O incluso redescubrir los mismos lugares a los que iba a menudo, ya que cambiaban totalmente de acuerdo a la estación.

Pensé que mis periodos competitivos en triatlón y artes marciales habían sido mi tiempo más obsesivo con el deporte. Tenía una fijación con mi rendimiento, con el transformar mi cuerpo, orgánico y decadente, en una máquina posthumana de eficiencia perfecta. Por otro lado, mi corteza frontal estaba casi apagada la mitad del día por el cansancio, déficit calórico y fatiga adrenal. Pero no fue hasta que pedaleé en Kyoto que el ciclismo consumió mi existencia. Un encandilamiento no desde el ángulo deportivo, sino como una actividad más íntegra. Al pedalear, el tiempo se congelaba. Volví a sentir la misma felicidad de cuando comencé a correr, la satisfacción de solo salir y estar en movimiento. El ejercicio volvió a ser un espacio de tiempo sagrado para pensar, crear y descubrir. Para descubrir el mundo y mis límites. Para empujar estos mismos límites hasta un nuevo extremo, destruirlos y encontrar otros nuevos. Ahora no importa el tipo de deporte, ni la competencia contra otros, solo combatir la inercia y nunca volver a estancarme.




+ SOFÍA ORMAZABAL (Santiago, 1992) 

Mención Honrosa del Premio Roberto Bolaño 2016 en la categoría novela. Con estudios de Neurociencia en New York University. Actualmente estudia Ingeniería Civil en Computación.

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