Eugenio Lira Massi – Érase una vez (fragmento, 1989)



UNO

Allá por 1943 éramos casi tantos chiquillos como perros. Por lo menos la mayoría de nosotros tenía el suyo. El mío se llamaba Pirincho, un quiltro con gustos de príncipe y facha de atorrante con la cola en ángulo recto porque se le quebró al ser alcanzado por un portazo que nos dolió a todos en la casa. El del Tuco se llamaba Pitoniso, era grande, blanco con una mancha negra en un ojo. Murió envenenado y lloramos todos. El Lalo era el hermano menor del Tuco, y su perro, el Palomo, era papá del Pitoniso. El Palomo murió de viejo y cuando estaba en las últimas tenía todos los dientes sueltos y nosotros le hacíamos puré. Otros perros llegaron al grupo y se fueron sin dejar ni un recuerdo.
Ese año fue campeón de fútbol profesional el equipo de Unión Española y por consiguiente todos nos sentimos campeones, ya que nuestro sector jurisdiccional estaba comprendido entre Guanaco y la Plaza Chacabuco, Hipódromo Chile y Santa Laura, incluidos el estadio y la Quinta Comisaría, de manera que las pichangas callejeras no cundían mucho, porque ligerito aparecía un paco y nos llevaba la pelota o, lo que era peor, alguien levantaba mucho un centro y se nos caía dentro del cuartel y nadie se atrevía a ir a pedirla.
Cansados de perder pelotas y de pasar sustos, resolvimos fundar un club en serio, total ya éramos grandecitos. El mayor tenía trece años y el menos ocho. Lo primero fue buscar una sede social. Elegimos un sitio eriazo en la calle Severino Cazorzo, frente a Agustín Meza. Estaba cerrado con pandereta y la puerta de acceso era firme, pequeña, y tenía un pestillo por dentro que ofrecía toda clase de garantías. Además, el cuidador, muy curado pero comprensivo, nos tomó cariño y puso a nuestro servicio su experiencia. Era muy deportista, tenía zapatos de fútbol que se ponía los domingos para ir al centro, un hijo de unos cuantos años al que llamaba Castaña, seguramente porque era chiquito, negrito y guatón, y una fijación casi enfermiza por los “tatutos” del club. “Un club sin tatutos”, nos dijo, “no es club. A la próxima sesión tienen que traer un proyecto de tatutos para discutirlos y aprobarlos”. Nunca lo hicimos y mucho tiempo después, cuando empezaron a edificar y tuvo que marcharse con su mujer y su Castaña, nos dijo que la única pena que se llevaba era que aún no tenía “tatutos” y que así no íbamos a llegar a ninguna parte.
La verdad es que no sólo nos faltaban los estatutos. Tampoco teníamos camisetas ni pelota, porque Osvaldito, sobrino del Tuco y del Lalo, que era el dueño, se enojó en un entrenamiento porque no lo pusimos al arco, renunció al club y se las llevó. Para colmo no teníamos sede y debíamos sesionar en la cuneta bajo un farol para que el secretario, el Miguel, pudiera escribir las actas. Después descubrimos que el farol estaba de más porque nunca anotó nada y se entretenía haciendo monitos mientras nosotros discutíamos el nombre del club y el color que debían tener las camisetas. Primero le pusimos Guanaco FC, pero no le gustaba a nadie y antes de jugar nuestro primer partido se lo cambiamos por Juventud Deportiva FC, que nos parecía mucho más adecuado. Las camisetas serían a franjas verticales anchas en colores verde oscuro y verde claro, pantalones negros y medias blancas, según un diseño que presenté y que fue aprobado por aclamación, así como su inmediata adquisición. Desgraciadamente, a esa altura el Pito, que era el tesorero, preguntó con qué plata y debimos levantar la sesión.
A la sesión siguiente el Pito, demostrando gran preocupación por su cargo, informó que en la Casa Olímpica el juego de camisetas costaba 190 pesos y ahí mismo acordamos una campaña de finanzas consistente en recortarnos toda la plata que pudiéramos hasta llegar a esa suma.
Casi un mes fuimos el asombro en nuestras casas. Nos andábamos ofreciendo para ir a hacer las compras, y en treinta días don Rodolfo, el dueño del almacén, se hizo una fama de pulpo que no se la ha sacado hasta el día de hoy. Cuando el arquero había arrojado 120 pesos en caja, se enfermó el Coto, un chiquillo de doce años, el más callado y el más estudioso de nosotros. Era meningitis y en una semana murió.
Esa vez no se cumplió con ninguna formalidad, no se abrió la sesión ni se dio por aprobada el acta de la sesión. Simplemente partimos a la Pérgola de las Flores y compramos la corona más cara. Nos costó 110 pesos. Era blanca y linda. El padre del Coto lloró mucho cuando nos vio marchar muy peinados y serios detrás de la urna portando la corona. De regreso nos reunimos y acordamos que cuando tuviéramos camisetas llevarían luto.





+ Eugenio Lira Massi nació en Santiago en 1934. Considerado uno de los periodistas políticos chilenos más populares y mordaces de los años sesenta y comienzos de los setenta del pasado siglo. Desarrolló su carrera principalmente en los diarios Clarín y Puro Chile -ambos de tendencia allendista-, aunque también dejó una honda huella en la radio y, gracias a su espacio La entrevista impertinente, en la televisión. Publicó La cueva del Senado y los 45 senadores y La Cámara y los 147 a dieta, libros en los que retrató descarnadamente a todos los parlamentarios de la época. Tras el golpe militar, se exilió en París, donde murió imprevistamente en 1975, a los 40 años.

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