El hip hop como experiencia deportiva (Por Maximiliano Díaz Troncoso)
Cuando tenía 16 años, rapear en una fiesta era una forma de coronarla. De dar testimonio de que había sido excelente. Armábamos una especie de ring: los que no rapeaban hacían un círculo (del que nunca salí, por miedo a hacer el ridículo). Los que estuvieran dispuestos a improvisar, sin importar si dos tres o cuatro, se ponían al medio. A su lado, algún experto en el beat movía la boca y la lengua para dar el ritmo. Siempre había que esperar a que se calibrara la lengua para comenzar el rapeo. Sin quererlo (o queriéndolo, pero sin esperarlo), se iba acercando la gente. La imagen es familiar pero también un poco de película: todos nosotros, grupos de adolescentes con polerones enormes, moviendo los brazos, la cabeza y riéndonos con admiración de la mejor rima que hubiésemos escuchado. Tenemos vasos de ron o cervezas en la mano. El hombre del beat, mientras tanto, sudaba moviendo la boca. Para que no se viera la magia que ocurría entre sus mandíbulas, se tapaba la boca con las dos manos. Así también escapábamos de la saliva.
Para nuestros viejos
esa una disciplina burda. Bien hueona. “Dicen lo primero que se les ocurre”.
Para los estructurados escépticos de la RAE, un deporte puede ser cualquier
actividad física que se tome como un juego o una competición. La única
condición requerida, es que su práctica necesite algún entrenamiento previo, y
que esté sujeto a normas. Al mismo tiempo, y pensándolo en un tono más amable,
están dispuestos a comprenderlo como un pasatiempo que genera placer, diversión
o ejercicio, con la condición (no excluyente) de que se haga al aire libre. No
me interesa tantear los límites del deporte. Y probablemente hablo desde la
arrogancia y el desconocimiento, pero para nosotros, rapear era un deporte. No
lo sabíamos, pero lo tratábamos como tal. A pesar de la falta de reglas (nadie
determinaba ganadores y el tiempo del freestyle terminaba cuando se acababan
las ideas), la disciplina y el disfrute lo hacían parecerse al baby de los
viernes en la noche. Sin un reloj que cortara el juego. El permiso total de
mezclar equipos. Fuera la necesidad de un árbitro.
A pesar de que para
nosotros el freestyle era algo completamente recreacional, habían algunos que
se lo tomaban más en serio. Sentían un goce superior al rimar con(tra) alguien
que acababan de conocer, el buen freestyler de una fiesta. Yo los miraba
escupir desde atrás. Risas, elogios, cuando la rima era increíble, al unísono
regalábamos un “oh” sostenido.
En ese entonces lo
ignorábamos, pero los raperos están en buena parte movidos por el ego. Quien
tiene buenas habilidades sabe reconocerlo. A pesar de que en el freestyle de
patio (o de plazas, fiestas, balcones, frente al espejo) no hay marcadores ni
réferis, la intensidad con la que el círculo mueve las manos mientras cantas, o
el volumen de los gritos cuando sale una rima adecuada para el momento, generan
validación. Los raperos comprenden su valor mediante la motivación ajena. Ellos
mismos funcionan como una inyección de energía para el pequeño público: los que
prefirieron mirar desde el círculo.
Me crié en
provincia, y aunque ahí no se veía demasiado, sabíamos que los freestylers
buenos de Santiago iban a competencias en puntos esparcidos de la capital. El
goce del juego podía mutar en algo deportivo, disciplinado. A pesar de que el
dojo fuera un espacio virtual, era posible acceder a él.
Hace poco fui a
ver unas batallas al parque Bustamante, y pude darme cuenta de que mantienen la
modalidad. Sencilla pero competitiva: la inscripción es abierta, así que lo
ideal es llegar lo más temprano posible. Piños de muchachos con zapatillas de
básquetbol o las mejores Air Max, cortes hechos con cuidado en las cejas y
latas de cerveza; adultos solitarios y hostiles; adultos jóvenes con dreadlocks
y barba; chicas con el pelo trenzado hacia atrás con una delicadeza infinita.
Pareciera que el espectro entero del hip hop se reúne para los eventos. Los que
van llegando conversan con un cabro de unos 20. Él es el único que tiene un
micrófono y un parlante. Oficia de maestro de ceremonias. Un amigo suyo que
hace de asistente va anotando los nombres en un cuaderno, y arman una especie
de tabla. Por mientras, por supuesto, el círculo también se agranda. Parejas
(solas o con hijos), raperos clásicos con pañoletas en la cabeza y hasta
metaleros listos para grabar el espectáculo se van sentando en el círculo,
formado naturalmente alrededor del hombre del micrófono. Cuando la tabla ya
está lista, si los participantes fueron muchos, los hacen rapear de a cuatro,
si no, van de a dos. En todo caso, el encargado repite que “aún es tiempo para
inscribirse” en todo momento.
Ese día, en el
parque, el hombre del micrófono le pedía los nombres a su ayudante, sentado
junto a él en la tierra. Conforme se los iba dando, él los llamaba por el
parlante. Los adjetivos aún siguen siendo los nombres favoritos de los
freestylers: Consciente, Negro, Marginal. La calificación es suficiente nombre.
Entonces, iban pasando al ring de a uno.
Para cuando
llegué, debió haber habido unas 70 personas, mucho celular en el aire. Aplausos
para los amigos. Un panorama indistinguible de cualquier otro evento deportivo
amateur: cigarros, gritos, cerveza, marihuana. La acústica del parque era tan
mala que llegando al final del círculo, ya no se escuchaba nada.
Pero la competencia: el maestro de ceremonias se iba acercando a los
participantes y los hacía tirarse al cachipún. El ganador partía. Antes, les
preguntaba si conocían la modalidad, a pesar de que todos asentían, él la
explicaba con un concepto dogmático, total: “4x4”. Cuatro versos cada uno: el
equivalente a dos rimas buenas. Entonces, debían ceder el turno. Había que
saber aprovecharlas. Comenzaba a sonar el ritmo en el parlante desde su
celular. Cuando el público se callaba, pedía a todos mover las manos. Comenzaba
la cuenta: “3, 2, 1, tiempo”.
La mayoría de los
participantes deben haber tenido la misma edad que yo cuando era parte del
círculo en las fiestas. Chicos y chicas de unos 16 o 17 años. Cagados de miedo
viendo al público, tiritones, con un cigarro en la mano, mirando al suelo y con
la voz quebrada. Muchas rimas pésimas. Los insultos a las madres aún no pasan
de moda. Los más desafortunados pierden el hilo de su propia idea antes de
poder encajar una rima. Algunos creen que la van a hacer rapeando una rima que
traían lista, pero cuando esa se les agota, ya no hay nada que hacer. Les cae
encima el abucheo. Lo mismo para los raperos a los que les sobra un tiempo en
el beat. El tiempo es oro en el freestyle. Perder una rima porque no se te
ocurre nada es motivo de humillación.
Aunque no hay un
código de vestimenta para salir a rapear, la ostentación rapera es atemporal.
En los eventos siguen mandando la polera más grande (a pesar de que cada vez
prolifera más el rapero vestido con la colaboración Supreme Gucci pirata de su
talla, o la Champion comprada al distribuidor oficial), el mejor jockey, los
pantalones que hallen un equilibrio armonioso entre la soltura de las piernas y
el apitillado del tobillo (para que puedan verse las zapatillas). El compromiso
con el estilo hace de uniforme. Aunque los pantalones con un elástico en el
tobillo han ayudado a hacer más fácil esa tarea, muchos siguen decantando por
los jeans.
Una de las cosas que
más me hace pensar en el freestyle como una experiencia deportiva, es ver los
nervios de la gente que se para al frente a cantar.Aunque estaba lleno de
chicos con rapeos precarios, habían un par que nos impresionaron a todos.
Podían hacer un doble ritmo (rapear 8 versos en el mismo tiempo de beat) como
si nada, se notaba el ejercicio de lenguaje en sus rimas, el insulto les
resultaba innecesario, tenían un léxico amplio y desplante frente al público.
Bailes, soltura de cuerpo, manos, no miraban al piso. Algunos pedían al público
mover las manos con ellos. Entonces, caía una rima bien puesta y el parque
explotaba.
A diferencia de los
rapeos de patio, acá sí hay referis. El maestro de ceremonias y su ayudante
deciden quién gana, aunque usan los mismos parámetros de medición que las
fiestas: cantidad de manos moviéndose, volumen de los gritos, entusiasmo frente
a las rimas. Saben que tienen la potestad para medir el nivel de uso del
lenguaje y prefieren dejarla de lado. Centrarse en el entusiasmo del público.
Tristemente, una de las cosas que se mantienen atemporales, es la poca participación femenina. Y los muchachos que rapean siguen sintiéndose amenazados por las pocas mujeres que participan. Cuando una participante se paraba a rapear frente a ellos, recurrían a insultos sacados de un manual del 2003: color de piel o de pelo, medidas corporales, contextura, su presunta incapacidad para satisfacer sexualmente a un hombre. Afortunadamente, la poca evolución de esos discursos ha permitido a esas muchachas pararse frente a todos con un estoicismo impresionante. Recuerdo una rima en particular de una. Un rapero/contrincante, cerró su última rima diciéndole “las tetas de mi mina son más grandes que las tuyas”. Ella respondió con “decis que las tetas de tu mina/son más grandes que las de esta mujer/pero de qué chucha te sirve/si no le sabís dar placer”. Rima asonante perfecta. El chico se tapó la boca, el círculo entero gritó y movió las manos. La bulla fue tanta que hubo que pausar el beat para conseguir algo de silencio.
Al final del día, uno
destacó más que el resto, pero no hay más premio que la satisfacción. Las batallas
no son competitivas, funcionan como pistas abiertas de carrera. Simulacros
exigentes.
De chicos, sabíamos
que la competencia más dura estaba en el RedBull, ellos llevan el campeonato
internacional. Aunque de repente veíamos a pendejos como nosotros brillando en
el freestyle, nunca nadie se atrevió. Ni pensarlo. Eran ligas mayores.
Creo que por ese
entonces, la única forma de llegar a esa competencia era esperando a que
hicieran un evento en tu ciudad, entonces te inscribías. Arrendaban un local
con todo su profesionalismo: maestro de ceremonias, amplificación, raperos
famosos que cerrarían el evento viéndote a un costado. La perfecta práctica
para ser famoso. Ahí siempre era uno contra uno. Hacían la tabla del tamaño que
debiese quedar y vamos rapeando. Una competencia mucho más estructurada, eso
sí. Un minuto por participante. El ganador de todo ese torneo pasaba a una
semifinal y luego a la final nacional. Para cerrar el evento, tocata. Los
raperos famosos (no freestylers, escritores) finiquitaban. La única vez que,
con los muchachos de las fiestas, fuimos a ver una batalla de RedBull, pudimos
notar que el nivel era distinto. La ganó un rapero que se llamaba Dogman,
decíamos que tenía pinta de profe de historia: contextura media, moreno, de
lentes, pelo corto. Nada de ropa ancha, zapatillas sin caña. Nos atraía la idea
de que alguien tan poco rapero rapeara tan bien. Tenía una banda llamada La
pocilga. También había un muchacho de frenillos, con una polera blanca enorme y
una media en la cabeza que destacó. Se llamaba Stigma. Era de Santa Cruz. Años
después, se convirtió en un rapero famoso.
Ahora, la
inscripción es aún más sencilla que ir a un evento regional a insultar a la
mamá de alguien más: te grabas rapeando en un vídeo, lo envías a la plataforma
de RedBull y llaman a los seleccionados a una serie de semifinales. El resto,
funciona como una llave deportiva clásica: pasar de rondas, llegar a la final
nacional. El ganador sale de Chile. Pero muchos prefieren el amateurismo. Ese
día, en el parque, noté un sentido de comunidad que solo he podido encontrar en
el hip hop. Es raro, mientras más jóvenes son los raperos, más intimidantes
buscan verse: ampliar el lenguaje callejero, una postura especial al caminar,
ropa que denote poder adquisitivo y calle al mismo tiempo. Cosas así. Sin
embargo, no ponen el hombro para chocarte en las zonas demasiado llenas, no
fuman cerca de los niños que van al evento, si no les interesa la batalla, se
alejan a rapear en grupos más chicos, sabiendo que apenas quieran, van a tener
su oportunidad de competir (recuerdo haber ido a ver partidos de fútbol malos y
que los niños se juntaran a chutear a un costado de la cancha, casi como algo
natural). Y, por supuesto, el abrazo, la mano tendida, son infaltables cuando
la batalla termina. Se salen del personaje, empieza la risa, el elogio, quedan
atrás el insulto al hermano drogadicto y la humillación por haber intentado
rimar candado con neumático. Algunos hasta se sacan el jockey, dando al
contrincante una muestra de vulnerabilidad. Como nos gustaba decir a los mismos
dieciséis cuando jugábamos a la pelota, “todo queda en la cancha”.
+ MAXIMILIANO DÍAZ TRONCOSO (Rancagua, 1994) Llega a vivir a
Santiago en 2012 para estudiar Literatura en la Universidad Diego Portales. Fue
becario de la Fundación Pablo Neruda durante el 2015, y a fines de ese mismo
año terminó su pregrado. Actualmente trabaja en la librería Metales Pesados y
pronto a publicar su primer libro.
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