La pequeña comunista que no sonreía nunca - Lola Lafon
Cuántos
años tiene, pregunta la juez principal, incrédula, al entrenador. El número,
catorce, le provoca un estremecimiento. Lo que la pequeña acaba de hacer manda
a freír espárragos cualquier concatenación de cifras, palabras e imágenes. Ya
no se trata de lo que podemos comprender. Nadie sabría explicar lo que acaba de
ocurrir. La niña se echa la gravedad por encima del hombro, su cuerpo frágil se
hace un lugar en la atmósfera para acurrucarse en él.
Pero por qué nadie los ha avisado
de que había que mirar en esa dirección, maldicen los que se pierden el momento
en que, sobre los diez centímetros de anchura de la barra de equilibrio, Nadia
C. se echa hacia atrás y, con los brazos abiertos en cruz, da una patada a la
luna, salta a ciegas, y se vuelven los unos hacia los otros, ¿alguien lo ha
entendido, lo habéis entendido?
El marcador electrónico anuncia COMANECI NADIA, ROMANIA, seguido de 73, su dorsal, y donde
debería aparecer su puntuación: nada.
La gente espera. Lívidas, las
gimnastas soviéticas van y vienen por la zona reservada a los entrenadores y a
las deportistas que ya han concluido su ejercicio. Lo saben. En cuanto a las
compañeras del equipo rumano, parecen desesperadas, Dorina junta las manos,
Mariana susurra una y otra vez la misma frase, una tercera permanece echada,
con los ojos cerrados; Nadia, algo apartada, con la cola de caballo torcida, no
mira en ningún momento el marcador. Y es a él a quien ve primero, a Béla, su
entrenador, de pie, los brazos hacia el cielo, la cabeza echada hacia atrás; al
fin se vuelve y descubre su nota, ese terrible 1 sobre 10 que aparece en cifras
luminosas frente a las cámaras del mundo entero. Uno coma cero cero. Repasa
mentalmente posibles fallos, quizá la recepción del mortal atrás, no demasiado
estable, ¿qué ha podido hacer para merecer eso? Béla la abraza, no te
preocupes, pequeña, presentaremos una reclamación. Pero ella se fija en uno de
los jueces. Porque el sueco se levanta. Porque tiene lágrimas en los ojos y la
mira fijamente. Y todos contarán ese instante tantas y tantas veces que hoy ya
no está segura de haberlo vivido, a lo mejor lo ha visto en la televisión, a lo
mejor es un episodio que forma parte del guión de una película.
El público se ha puesto en pie y
de sus dieciocho mil cuerpos procede la tempestad, los pies rugen rítmicamente
contra el suelo y, en medio del fragor, el sueco abre y cierra la boca,
pronuncia palabras inaudibles, miles de flashes forman una lluvia de destellos
heterogéneos, y ella entrevé al sueco, qué hace, abre las dos manos, y el mundo
entero filma esas dos manos que le muestra el juez. Entonces la pequeña le
tiende también sus dos manos, le pide una confirmación, es un… ¿diez? Él
asiente lentamente con la cabeza mientras mantiene los dedos extendidos frente
al rostro, centenares de cámaras le tapan a la niña, las compañeras del equipo
rumano bailan a su alrededor, sí, cielo, sí, ese uno coma cero cero es un diez.
El marcador gira lentamente de
izquierda a derecha, del jurado hacia el público pasando por las gimnastas,
mostrando ese uno que hay que entender como: diez. Una coma desplazada. O más
bien una coma que se niega obstinadamente a desplazarse. Un hombre va y viene
entre la prensa y los jueces, con la camiseta oficial JUEGOS
DE MONTREAL 1976 oscurecida en las axilas, secándose la frente. La juez
principal le indica que se acerque, demasiado ruido, le digo que algo ha hecho
enloquecer a la máquina, los pitidos les obligan a inclinarse el uno hacia el
otro, ¿es una broma? ¡La tierra entera está filmando, es el primer día de competición!
¿Dónde se ha metido el tipo de Longines? El ingeniero que ha diseñado los
marcadores para las puntuaciones trata de pasar por encima de los periodistas
arrodillados alrededor de la pequeña para alcanzar la mesa de los jueces, que
gesticulan: ¡su sistema no funciona! Y él, al representante del COI, que se
tapa un oído para oírlo, funciona en las demás competiciones, FUNCIONA, el ordenador es infalible, son ustedes quienes lo
han hecho enloquecer, y señala con el dedo a los jueces, pero todo ha cambiado,
los jueces ya no le prestan la menor atención, se han convertido en
espectadores, lloran y ovacionan a la chiquilla, que se ha sentado junto a su
entrenador, ofreciendo su estrecha espalda a la máquina senil, que refunfuña:
uno coma cero cero.
Reunión durante el descanso. OK.
¿La rumana (o alguien de su equipo) ha tenido acceso a los ordenadores? ¿No se
habrá tomado productos que podrían haber alterado el sistema? Pero oiga, usted
se ha vuelto loco, todo eso para cubrirse las espaldas, francamente ¡es
increíble! Se lanzan acusaciones unos a otros. En las reuniones preparatorias,
el Comité Olímpico nos aseguró que el diez no existía en gimnasia, protestan
los ingenieros de Longines, que la prensa ha bautizado sarcásticamente como el
equipo «uno coma cero cero». A las dos menos veinte se emite el veredicto: la
base de datos se ha bloqueado debido a que se han registrado puntuaciones
inusualmente elevadas. La niña ha hecho saltar el ordenador por los aires.
Disponen hasta el día siguiente
para adaptar el sistema a la muchacha. Pulsan botones, ejecutan programas. Hay
que añadir una cifra. Desplazar la coma. ¿Cuál es la probabilidad de que repita
su hazaña, creen que «eso» puede volver a ocurrir mañana? No lo sé, responde el
juez inglés. No lo sé, responde el juez checoslovaco. Tratan de imaginar
figuras que merecerían un diez en la barra de equilibrio. No lo consiguen.
Nadie ha obtenido jamás un diez en gimnasia en unos Juegos Olímpicos. Vuelven a
preguntarles. ¿Están seguros de que no se han dejado llevar por el entusiasmo
de los espectadores? No, responden. Han escrutado a la pequeña hasta el último
detalle, han intentado pillarle algún error, pero nada. Cero errores. Es más: a
algunos jueces les habría gustado ir más allá, ¡darle once sobre diez! Doce, puja
al momento la juez canadiense. ¡O inventar cifras nuevas! Abandonar las cifras.
«Si Comaneci compitiera contra
una abstracción en lugar de contra rivales humanas, ¿podríamos seguir
otorgándole un diez?», le preguntan a Cathy Rigby, la ex gimnasta reconvertida
en comentarista de los Juegos Olímpicos para la cadena ABC. «Si Nadia hiciera
lo que hace completamente sola, en una habitación vacía, creo que seguiría
mereciendo un diez», responde Rigby tras reflexionar en la posibilidad de inventar
abstracciones más abstractas que la perfección.
Intentan circunscribir el
acontecimiento. Al día siguiente, el Comité Olímpico exige que Nadia se someta
a tres controles antidopaje adicionales. Se enciende el debate. ¿Asistimos al
surgimiento de una nueva generación de bebés gimnastas, o Nadia será sólo un
epifenómeno? Se trata de un seísmo geopolítico. Los entrenadores soviéticos son
sermoneados: no vamos a dejar que Rumanía nos humille, camaradas, ¡Ludmila nos
salvará! Por la tarde, sin embargo, Ludmila termina su rutina de suelo con una
pose trágica de estatua, actuación a la que siguen unos aplausos medibles, y
corre a sollozar entre los brazos de su entrenador bajo la mirada de la rumana
impasible.
Convocan a los elementos: ¿acaso
nada en un océano de aire y silencio? Rechazan el deporte, demasiado brutal,
casi vulgar en comparación con lo que está teniendo lugar, hay que tachar,
volver a empezar: la chiquilla no esculpe el espacio, es el espacio, no
transmite sentimiento, es el sentimiento. Aparece –un ángel–, fijaos en ese
halo que la envuelve, un vapor de flashes histéricos, se eleva por encima de
las leyes, de las reglas y las certezas, una máquina poética sublime que todo
lo subvierte.
Comentan su composición: sí, es
cierto, había indicios de Nadia en la Olga de los Juegos Olímpicos de Múnich,
en 1972, pero con Nadia ¡uno ve cómo le sirven todos los platos al mismo
tiempo! ¡La gracia, la precisión, la amplitud de los gestos, el riesgo y la
potencia sin que se note! Se dice que puede repetir su rutina quince veces
seguidas. Y esa osamenta… Huesos ensartados con hilo de seda. Morfológicamente
superior. Más elástica.
Rebuscan, disponen las palabras
así, luego no, en ese otro orden, intentan dibujar sus contornos. La pequeña
hada comunista. La pequeña hada comunista que no sonreía nunca. Tachan la
palabra «adorable», pues ya se ha utilizado demasiado en los últimos días,
aunque bien mirado es exactamente eso: dolorosamente adorable,
insoportablemente demasiado encantadora. Y, obligados a contemplarla desde
nuestra condición de adultos, sí, ansiamos deslizarnos en su infancia
esforzada, estar muy cerca de ella, protegida por el maillot inmaculado, sobre
el que no se distingue ni un indicio de sudor. «Una Lolita olímpica de apenas
cuarenta kilos, una colegiala de catorce años con silueta de chico que se
pliega a todas las exigencias», escriben. Queremos acercarnos a sus destellos
de juguete mágico y turbulento. Desprendernos de nuestros organismos repletos
de hormonas lentas. La niña frota el deseo, lo anhelamos, ¡oh!, ese deseo de
tocarla, de arrimarnos a ella, un deseo en espiral, cada vez más intenso, y de
pronto ya está, el ejercicio en la barra de equilibrio ha durado noventa
segundos. Es epidémica. Las entradas para la final, que valen dieciséis dólares,
se colocan a cien en la reventa, pues todo el mundo quiere ver sus acrobacias
encadenadas, durante las cuales uno teme que su ligereza no le permita volver a
caer sobre los pies. Y cuando corre hacia sus saltos mortales, los codos le
imprimen aún más velocidad, la firmeza absoluta de la piel, compactada dentro
del maillot blanco, es una maquinaria fugaz que ha escapado genialmente a su
sexo, que se ha evadido hacia una infancia maravillosamente sencilla y
superior.
Ya nada se ve igual. Nadia es un
nuevo comienzo. Las demás gimnastas son errores, deformaciones del ideal. Nadia
imprime peso a los años que la separan de aquellas a quienes se empieza a
llamar «las otras» y que, cuando ella sale a la pista, tiran con gesto nervioso
de la ropa que les cubre las nalgas. Recolocar las carnes, esconder todo lo que
de pronto parece sobrero, incongruente, incluso ridículo. Mira por dónde, de
pronto los maillots se ven demasiado escotados, quizá un poco estrechos para
contener esos pechos comprimidos que se mueven imperceptiblemente cuando las
chicas corren hacia el potro. Todo eso, pechos, caderas, explica un
especialista durante la retransmisión, ralentiza los giros, lastra los saltos,
como línea es menos limpio. Ludmila es «terriblemente mujer». En la fotografía
de un periódico, al lado de la nínfula rumana, parece desproporcionada, y en
cuanto a Olga, con franqueza, resulta casi bochornoso. La cámara se detiene en
ella, lívida tras la coronación de su rival rumana. No, no está cansada, está
ajada: tiene veinte años, casi una… –y se oyen las risas de los demás
periodistas presentes en el estudio–, casi una vieja, se la ha exprimido un
poco demasiado, qué le vamos a hacer.
Otros fruncen el ceño, seamos
justos. Dama, eso es, no está mal, una gran dama, esa Ludmila. Y Olga, al fin y
al cabo, es un hada anciana, un día Nadia pasará por lo mismo que ella. Al
mismo tiempo la imagen se fija en la rumana de rostro minúsculo, en su pulgar,
que mordisquea nerviosa, y entonces el periodista murmura: «Tiene un pulgar tan
pequeño…»
El sonido del
vídeo parece manipulado. Como si se hubieran amplificado los chirridos de las
barras, que la niña violenta con precisión milimétrica. Se han envuelto de
reverberación para que marquen un ritmo angustioso, repetitivo, al cuerpo que
se enrolla en las barras. La pequeña aprieta los labios por el esfuerzo, los
hombros apenas se le estremecen por el impacto cuando, tras soltar las barras y
dar una vuelta sobre sí misma entre ellas, vuelve a agarrarse al aparato. Se
inmoviliza un instante en vertical sobre la barra más alta. Un triángulo
rectángulo que evoluciona hacia el isósceles, luego una i,
una línea de silencio, contengamos la respiración, el ejercicio de geometría
está a punto de terminar, Nadia anuncia su salida, la espalda se redondea, las
rodillas bajo el mentón para un doble mortal que sólo está al alcance de los
chicos, creíamos que asistíamos al ejercicio de una sílfide y de pronto toma
prestado de los hombres y les inflige la paliza de su vida. Un grito de mujer,
un alarido de placer loco, escapa de la masa de dieciocho mil espectadores y
acompaña a los pies envueltos en zapatillas blancas en el momento en que
impactan con el suelo sin una sola oscilación. La espalda arqueada dibuja una
coma hasta los dedos, que cosquillean el cielo, y saluda. Y el ordenador sigue
mostrando ese 1,00 mientras ella corre hacia Béla, que le tiende los brazos.
Ahora hace piruetas en la barra
de equilibrio, iluminada por los flashes de luciérnagas locas, una luz
saltarina. La niña parece contener todas las respiraciones. Se lanza a un doble
mortal con tirabuzón y, con un chasquido de los dedos –su recepción en el suelo
es absolutamente estable–, las libera, como si alguien hubiera bajado a cero el
botón del volumen hasta ese momento, entonces el público ruge de adoración y de
alivio porque no ha caído. Y todos corren a las salas de redacción, los
teléfonos, diez, diez, escribid eso, she’s perfect,
luce el titular de Newsweek en portada, lo nunca
visto, la perfección ES de este mundo: «Si buscan una palabra para decir que
han visto algo tan bello que así no se podía expresar hasta qué punto era
bello, digan que era nadiesco», escribe un editorialista de Quebec. Los jueces
se ven obligados a preguntar a Béla qué ha ejecutado realmente la niña, pues no
les ha dado tiempo a verlo.
+ Lola Lafon (1972) es escritora
y música del grupo Leva. Nació en el norte de Francia, pero creció en Sofía y
Bucarest. Es autora de cinco novelas. Su novela más conocida, La pequeña comunista que no sonreía nunca,
está basada en la vida de la campeona gimnasta Nadia Comaneci y ha sido
galardonada con el Premio de la Closerie des Lilas, el Ouest-France Étonnants
Voyageurs, el Gran Premio de l’héroïne Madame Figaro, el Premio Literario
d’Arcachon, el de los lectores de Levallois, el Jules Rimet y el Version Femina
/ FNAC.
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