Flechazo en una cancha de fútbol - Diego Riveros



Recuerdo muy bien que era un nombre compuesto. Lo que se me escapa de la memoria era su nombre exacto. Juan Pablo o Juan Carlos. Ahora que lo escribo, me inclino más por la segunda opción.

A Juan Carlos lo conocí en una celebración del día del trabajador que armaron en la pega de mi papá. Nos llevaron a todas las familias en las mismas micros amarillas en las que trabajaban nuestros padres de lunes a lunes, con turnos rotativos. El destino era una especie de camping que incluía varias canchas de fútbol. Eran canchas con todas las de la ley: pasto gastado e igual de largas que las que se veían por la tele en esas tardes después del colegio donde miraba Los supercampeones en la casa de mi abuelita.

Tipo cuatro, después del obligatorio asado, a los papás se les ocurrió hacer competir a sus hijos –solo hombres- en esas canchas: no podían desaprovechar la oportunidad de jugar a la pelota en canchas de verdad.

Yo no era muy bueno para la pelota, pero me gustaba harto. En los recreos del colegio no solía hacerlo porque me juntaba con puras niñas. Cantábamos “frutillita/ a comer/ mermelada/ con tostadas”, acompañado de choques de palmas al compás de la música. Incluso me atrevía a cantar junto a mis amigas esas partes que mis otros compañeros no articulaban ni por si acaso anoche fui a una fiesta/ un chico me besó/ le di una cachetada y todo se acabó. Todo eso lo encontraba mucho más entretenido que chutear la pelota con unos compañeros que concebían la pichanga como excusa para pegarse unos a otros con una violencia tan inherente a sus cuerpos, a su naturaleza que, no me produjo otra cosa sino miedo, rechazo y entender el fútbol como un terreno vedado a mi propia forma de ser.

Pero no estaba en el colegio, sino lejos de mis compañeros, así que decidí jugar a la pelota y para eso me puse todo el tiempo al lado de Juan Carlos, que parecía ser la estrella del equipo. Ya a los 13 años asomaba como una promesa del fútbol. Todos los papás lo aplaudían y el suyo parecía estar emocionado hasta las lágrimas por el reconocimiento de sus colegas. Ni siquiera había empezado el partido oficial, estábamos todos precalentando y ya había entendido que Juan Carlos nunca me tiraría la pelota, nunca me daría un pase. La única vez que la pelota llegó a mis pies me puse tan ansioso que no se me ocurrió otra cosa que tirarla al arco a pesar de que me faltaban como diez mil kilómetros para estar cerca del área.

Nadie me aplaudió, pero no me importó porque no me sacaron del equipo, es más, a los once que éramos del equipo de Juan Carlos nos pasaron unas camisetas y shorts de la U y al otro equipo las del Colo y nos hicieron posar como a los equipos que veía por la tele para sacarnos una foto oficial que luego salió en La Cuarta con una bajada de foto que nos presentaba como los equipos sub-13 de dichos clubes y que me enseñó que la posverdad es un fenómeno ni tan nuevo.

Empezó el partido gracias a un pitido de un chofer de micro que arbitraba sentado tomándose una chela. Empezamos a gritar y a correr sin ningún plan previo. Todos los papás nos daban instrucciones distintas, pero con un fin clarísimo: que el propio hijo agarrara la pelota y superara el talento del Juan Carlos. Fue inútil. Se notaba demasiado que el cabro tenía el don de nacimiento y terminó por marcar cuatro de los cinco goles que hizo mi equipo. La U le ganó al Colo 5 - 0.

Los de mi equipo nos acercamos todos a abrazar al Juan Carlos por ser nuestro salvador. Todos le piñizcaron el brazo y yo le hice cariño en la cabeza, como me hacía mi mamá. No sé si me quedó mirando raro después del gesto, pero yo sí me di cuenta de mi excepcionalidad. Después del partido jugamos al pillarse y yo no hacía nada más que correr detrás de él. Luego nos aburrimos y jugamos a la escondida e intentaba escoger sus mismos escondites. Si me tocaba pillar a mí me daba lo mismo que todos se salvaran porque yo intentaba encontrarlo solo a él.

Cuando Juan Carlos se aburrió de todos esos juegos quiso volver a jugar a la pelota, así que todos queríamos volver a jugar; el único problema era que se había perdido el balón así que nos dividimos para encontrarlo. A mí se me ocurrió ir a buscarla a la mesa en la que estaba comiendo el chofer-árbitro, porque apenas terminó el partido vi que él la tomaba. Tenía razón. Volví muy contento de que el fútbol fuera nuevamente la excusa para hablar y compartir con ese niño que me llamaba tanto la atención sin saber muy bien la razón. Solo sabía que no podía parar de sonreír de orgullo al imaginar el gran recibimiento que me harían los demás niñitos, el abrazo de agradecimiento de Juan Carlos. Pero nada de eso pasó. A mis 11 años no entendí que Juan Carlos había sido mi primer flechazo, no entendí que a él le podría haber molestado que le llevara la pelota de fútbol que tanto había estado buscando después del asado pensando que yo se la había escondido, pero sí entendí muy bien el instante en que después de tanta cercanía insistente de un niño que acababa de conocer ese mismo día, Juan Carlos me soltó en la cara que lo dejara tranquilo, que no quería ser mi amigo.



+ Diego Riveros Miranda (San Bernardo, 1992)

Licenciando en literatura hispánica de la Universidad de Chile. Primer Lugar Género Cuento en el 24º Premio Municipal de Literatura de San Bernardo. Reseñista de narrativa latinoamericana en medios como La Raza Cómica y El Ciudadano. Actualmente ejerce como profesor de lenguaje.

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