Cuando existían las promesas
Fue el
noventa y siete. Pleno invierno. No recuerdo la fecha exacta, aunque sí que era
domingo, porque el torneo comenzaba, como es habitual en el tenis, un lunes. También
porque nuestro plan consistía siempre en llegar con un día de anticipación, sea
donde sea. Aunque decir nuestro es un poco exagerado, ya que era René quien
decidía todo. René fue mi primer y único entrenador. No te apures, paciencia, pon la pelota en juego. Era domingo, de
eso estoy seguro, y estábamos en el aeropuerto, abrigados de sobra, cargados con
raquetas y bolsos deportivos de esos grandes. Mi mamá me peinaba con su saliva
mientras me repetía pórtate bien, aprovecha, cuídate por favor y no hagas
tonteras. Mi papá peleaba en el mesón de la aerolínea por un retraso, o algo con
el exceso de equipaje. Después me entregaron una cámara de fotos y él me
explicó qué tenía que hacer para abrirla y no velar el rollo. Yo era un niño,
tenía doce, no me duchaba cuando salía temprano y estaba nervioso porque iba a
volar por primera vez. De hecho, cuando la Federación nos avisó que entraba
directo a la fecha en La Paz de la Gira Juniors Sudamericana, lo primero que
pensé fue en cómo nos iríamos hasta allá. Porque antes de ese torneo ya nos
había tocado viajar, por Chile y otros países del barrio, y siempre lo hicimos en
el auto de René –un Toyota Tercel color burdeo–, o en un bus que compartíamos
con los demás jugadores. Pero ahí estábamos, subiéndonos a un Lloyd Aéreo
Boliviano, con azafatas vestidas en tonos multicolores que nos daban la
bienvenida invitándonos a disfrutar del vuelo.
Llegamos
a La Paz y nos fuimos directo hasta el Sucre Tenis Club. Además de René y yo,
estaba el Guille –que años más tarde le ganó a Nadal en la final del Mundial Sub16–,
la Tania Ubilla y su madre, que nunca supe cómo se llamaba, pero sí me acuerdo
que se maquillaba exageradamente –que ganas de mirarla ahora bien de cerca–, masticaba
chicle todo el día y que, según mi papá, era una de las bailarinas del programa
Música Libre, a principios de los
setenta. No sé si el Guille andaba con el Tito Flores, su entrenador, o si se
juntaron allá; como sea, da lo mismo.
Sentimos
desde un primer minuto el castigo de la altura. Tal vez estoy haciendo trampa,
cayendo en el cliché. Aunque creo que no, si yo estaba ahí. Y me acuerdo de ese
recibimiento, esa bienvenida que atonta a los intrusos. Porque los que llegamos
a jugar parecíamos, al menos en ese aeropuerto, unos verdaderos intrusos. No sé,
me estoy confundiendo, quizás lo estoy inventando; quizás lo estoy
descubriendo. Recordar te hace descubrir. Concéntrate.
¡Como me puteaba René cuando me iba de los partidos! Concéntrate. ¡Déjate de pelear con el árbitro! Concéntrate.
No
tardé en vestirme de corto y ponerme a raquetear con René. Despacio, con
movimientos mecanizados, sin forzar mucho. La idea era aclimatarse. Asimilar la
altura. Y también la pelota. Esa pelota extrañísima, blanda, que al mínimo
impacto salía disparada. Y las canchas. Una dos tres cuatro cinco seis siete
ocho canchas. Estábamos en la ocho, sí, en la última. Pegada al frontón. A un
costado de la cancha principal. Sí. Y había un pasillo techado, graderías, un
quiosco con hartas sillas de Coca-Cola. Y mientras peloteábamos empezaron a
llegar los jugadores de otros lados. Mendoza, Sosa, Santos-Merino, Derdoy,
Mamani, Bianchini, Beretta. Nos conocíamos todos, de antes. Porque, aunque yo
hacía lo suficiente para no llamar la atención, nos topábamos seguido, y a
veces nos saludábamos y nunca, o casi nunca hablábamos. Pero igual con René,
que predicaba, por así decirlo, la no improvisación, los teníamos a todos
identificados: Mendoza, por ejemplo, era un miedoso mental, así, un miedoso
mental; a Sosa había que aguantarlo y jugarle largo, con profundidad, porque si
quedabas corto te arrollaba a palos; a Santos-Merino, el brasileño, buscarle
siempre el revés, idealmente con harto bote; con el argentino Derdoy había que
tener paciencia, trabajar los puntos, correrlo harto porque al final se cansaba
y dejaba de mover las piernas; Mamani, el único boliviano que conocía, era sólido,
tranquilo, liviano, con variedad de ritmos; el zurdo Bianchini era un hijo de
puta insoportable que golpeaba a dos manos el derecho y el revés, y pisaba la
línea cuando sacaba, y siempre quise (y nunca lo hice) acusarlo en la mitad del
partido; a Beretta, el paraguayo, había que hacerle la paraguaya: puntos cortos
(dos tres pasadas) y buscarle rápido la red.
El
lunes debuté en el segundo o tercer turno, después del Guille que ni transpiró
para ganar. Jugué contra un peruano y le metí un doble 6/2. La mamá de la
Tania, que se paseaba con una bandera chilena, fue de las pocas que me vio
jugar. Después del partido nos juntamos como siempre con René a revisar un par
de cuestiones técnicas. Conversamos caminando hasta el hotel y luego de vuelta
al Club, donde almorzamos. Esa tarde peloteamos con el Guille, cortito y a
media máquina para soltar el cuerpo, y después nos fuimos juntos a ver a la
Tania. Yo andaba con un pérsonal estéreo de mi hermana, que tenía un varios con
casi puras canciones de la Natalie Imbruglia. Le di hasta que las pilas se
murieron.
Me
gustaba la Tania, la encontraba distinguida. Era como gringa, dorada y súper
rubia con algunas pecas, hablaba inglés perfecto y no le gustaban las bebidas
ni el puré. Tenía esa cuestión media adulta y a la vez infantil de andar con
tiempos propios. Me acuerdo que siempre ocupaba unos pantalones cortísimos. Negros,
rojos, verdes, azules, rosados con puntitos blancos. Los tenía todos. Y yo
babeaba por sus piernas eternas, por esos muslos de acero. Sí, me gustaba la
Tania. Todavía encuentro atractivas a las mujeres que juegan tenis. Por como se
mueven, como se visten, como se quejan. Y ahora que la recuerdo descubro que son
varias las tenistas que me han gustado. Al menos unas tres. O cuatro. Y todas, forzándolo
un poco, pasaban por gringas. Recordar te hace descubrir coincidencias. De más
grande tuvimos algo de onda, entrenamos juntos de lunes a viernes por muchos años,
fuimos a veces al cine y al McDonalds, y nos quedábamos en la piscina del Club
cuando era verano. Pero nunca pasó algo. Ni un beso ni una desubicada ni la
manito ni nada. Me gustaba la Tania, la encontraba distinguida.
En
segunda ronda casi me voy. Llegamos al Club temprano, unas dos horas antes para
empezar a movernos, y yo sentía que no me podía la raqueta. Andaba medio
fatigado, como adolorido con el cuerpo cortado. Al final del primer set, que lo
perdí fácil, pedí tiempo para ir al baño. Yo sabía que tenía que cargarle al
revés, moverlo, empujarlo hasta que quedara corto y ahí atacarlo por el centro.
Pero estaba sin chispa, poco fino. Golpeaba sin control, con el brazo encogido.
Intentaba recuperar el aire al final de la cancha, inventando un pequeño ritual
con el que perdía tiempo deliberadamente y aprovechaba de respirar. Y algo
mejoré. Entre altibajos fui encontrando mi tenis. René me hacía el gesto que me
pasara las pelotas por la frente para mojarlas con transpiración y agarraran
más peso. También me daba ánimo para no rendirme. Punto a punto, me decía, punto
a punto. Y yo estaba agotado, exigido, transparente como todavía me pongo
cuando estoy cansado. ¿Cuánto dura un punto? ¿Cinco segundos? ¿Tres? Yo sentía
que duraban mil. Pero de pronto, tras una pelota profunda, mi rival se tropezó
al final de la cancha y terminó incrustado en una reja, pegándose en la
rodilla. Qué mala y qué buena. Paramos unos diez minutos para que lo atendieran
y le limpiaran la herida que no dejaba de sangrar. Yo elongaba, escuchaba a
René, intentaba concentrarme y sabía que me tenía que engrupir. Tenía doce y quería
ser un profesional de veinte, de treinta. Agassi, el Chino Ríos, Guga Kuerten. ¡Métete en el partido, Nicolás!
El
tenis es un deporte desbalanceado, casi siempre ingrato, indiferente al mérito
e incompatible con el empate.
Cuando
se reanudó el partido mi rival estaba deshecho. Cojeaba y ponía caras de dolor.
Yo estaba mejor que él, y la opción más efectiva era solo una: jugarle a las
cortitas. Ese golpe burlón, que requiere una muñeca aceitada, que es mal visto
y está bien que así sea, que su mejor versión es cuando va envenenada con chanfle.
Las cortitas. Lo escribo y me río. Porque siguen siendo una de mis
especialidades. Las domino de derecho y de revés, y soy capaz de sacarlas como
verdaderas navajas peligrosas que obligan a correr hasta quedar colgando de la
red. Y así lo hice esa vez. Una, otra y otra vez. No fallé ninguna. Y si
llegaba, apenas, le devolvía después con un globito. Qué dupla es esa. Cortita
y globito. Dos golpes de mierda que siempre van de la mano y que siempre deben ser
pronunciados en diminutivo. Pero volvamos. ¿Estamos
aquí o no? Terminé ganando. Lo di vuelta con un 6/0 en el tercer set. Cuando
nos despedimos al final, me sentí cruel y un poco más maduro.
Con
ese partido me afirmé, empecé a jugar mejor, a sentir los golpes. Coordinado y
más liviano, ya estaba aclimatado. Algunos asiduos del Club me saludaban,
conversábamos, tenía hasta mi rincón donde me instalaba… andaba como ocupando
la gravedad a mi favor. Incluso me animé y con el permiso de René y de su mamá
salimos con la Tania a dar unas vueltas a la manzana y a sentarnos en una plaza
que había ahí cerca. Intento recordar qué vimos en ese trayecto de pocas
cuadras, y siento que ahí nadie parecía ser joven. Eran puras viejas de pieles agrietadas.
Viejas que parecían más viejas por el ir y venir de esas calles que subían y
subían tan alto que casi rozaban el sol; viejas que parecían más viejas en esa
deriva alejada del canon de nuestro pequeño mundo; viejas que parecían más
viejas andando a paso lento, encorvadas adentro de sus vidas que se me hacían monótonas,
estancadas, desposeídas y valientes; vidas que parecían vividas una y mil
veces.
En
octavos me tocó con el brasileño Santos-Merino, y si hubiésemos seguido jugando
por cinco horas más, igual no me habría ganado ningún set. Porque yo entré con
todo, decidido, con la soltura y confianza que sentía contra él, pues creo que
nunca nunca nunca me ganó. Ni antes ni después de esa vez. Gané mi saque fácil
y lo quebré una o dos veces por set. Con el Guille, que se jugó un partidazo
contra Beretta, ya estábamos entre los ocho mejores y solo nos podíamos topar
en la final.
La
lluvia que iba y volvía suspendió algunos partidos del cuadro femenino, lo que
obligó a reprogramar el día completo. Yo terminé quedando libre, y cuando lo
supimos nos dedicamos a observar a los demás. Primero vimos perder a la Tania,
que tuvo todo para hacerla pero jugó mal los puntos importantes y el partido se
le arrancó hasta perderlo. Después nos instalamos a ver el entrenamiento de los
argentinos. Me acuerdo que los dirigía un español que se quejaba de las
canchas. Estas pistas parecen de hielo, decía cada vez que resbalaba en el
polvo suelto. Y no sé por qué, pero a mí siempre me ha gustado que los europeos
se refieran a la cancha como pista, ya que algún sentido tiene porque en el
tenis se patina harto. Al final, cuando ya era tarde, terminamos mirando a
Sosa, mi próximo rival. Yo lo veía con atención, tratando de retener las dos o
tres ideas sueltas que iba tirando René, y sentía como un temor reverencial. Porque
pegaba fuerte, tenía un saque pesado, y era grande, gritón, taquillero, medio
agresivo, usaba pulseras, era bueno para escupir, me había ganado la última vez.
Partí
errático, sin proponer mucho ni con un patrón de juego claro. Sosa me quebró
rápido un par de veces, y en menos de veinte minutos ya estaba 4/0 abajo. Mal.
Corté cuerdas, recibí una advertencia por reclamar una pelota que había picado
afuera, no metía el saque y la ampolla que siempre me salía en el dedo gordo me
estaba molestando. Por suerte el tenis siempre empuja hacia adelante, y el set
se terminó rápido con un 6/2 a favor de él.
En
el descanso René solo me decía ahora o
nunca. Nada distinto; ahora o nunca.
Una y otra vez, ahora o nunca. Porque
se me iba el partido, el torneo, la autoestima, el amor propio, la vergüenza
deportiva, todo. Y yo decía que sí con la cabeza, en silencio, concentrado, con
la mirada fija en el parche que me ponía en el dedo.
Al
principio cada uno ganó su saque en juegos largos, y así nos fuimos casi hasta el
final. Yo entré convencido y me fui animando, sintiendo los golpes, metiéndome
de a poco unos pasos adentro de la cancha. Así llegué a estar 5/4 arriba con
Sosa sacando. Devolución de derecha invertida cruzada, 0/15. Ahora o nunca. Revés paralelo de sobre
pique que apenas tocó la línea, 0/30. Misil de primer saque a la T imposible de
contestar, 15/30. Largo paleteo que terminó con Sosa dejando en la red una
volea fácil a media altura; 15/40. Ahora
o nunca. Doble falta, juego y set para mí.
No
iba a perder porque no podía perder. La rivalidad, el orgullo, mi revancha y la
Tania mirándome afuera. No iba a perder. No podía perder.
Partimos
igual que el set anterior, aunque notoriamente más cansados, resistiendo el uno
al otro. A instantes se prendía él; luego me prendía yo. Fuimos ganando juegos
de forma alternada, sin que ninguno se rindiera. Pero de pronto, de un lugar no
tan lejano, vino un punchi punchi desagradable y saturado, que hizo que Sosa se
desconcentrara. Se puso a reclamar, a exagerar medio actuando. Tomó una pelota
y la tiró lo más lejos que pudo. Un viejo del público enganchó, respondiéndole una
pesadez. Ahí saltó su entrenador, el partido se detuvo y nadie sabía qué hacer
ni lo que iba a pasar. Todos se tocaban el pecho gritando chuchadas como si
estuviesen molestos. Igual que hoy, la gente ahí disfrutaba fingiendo que
estaba ofendida, y el problema así se fue agrandando. Y Sosa, que era un niño como
yo, tenía toda la vergüenza acumulada en los cachetes. Estaba asustado y no
paraba de mover los ojos. Y obviamente se fue del partido. Porque después que
todo se calmó volvimos a jugar, pero Sosa ya estaba en otra. Metía doble
faltas, tiraba todas afuera. Y para mí tampoco fue fácil, no fue tan simple
como pasarla al otro lado y ya. Yo también me puse nervioso, fuera de lugar, miraba
al público y a René que tomaba café en un vaso blanco de plumavit y me decía tranquilo, tranquilo, y a la Tania y su
mamá que estaban abrazadas, como si tuvieran frío. Finalmente terminé ganando el
set por 7/5, después de horas jugando casi sin luz.
En
la noche nos juntamos a comer en la terraza del hotel René, el Tito, el Guille
y yo. La Tania y su mamá nos acompañaron un rato y después se fueron a la pieza
para ordenar sus cosas, porque al día siguiente volvieron a Santiago. Comentamos
y nos reímos de lo que había pasado en la tarde. También el Tito con René se
pusieron a contar historias y peleas de cuando jugaban en el circuito, y al
final comimos papas fritas para celebrar que estábamos en semifinales. El
Guille iba en el segundo turno contra el hijo de puta de Bianchini, y yo abriría
contra el boliviano Mamani a primera hora.
Recuerdo
esa noche, que nunca dejó de ser noche, como la imposibilidad absoluta de poder
dormir. Era tal mi sensibilidad, que podía sentir hasta las hormigas caminando
debajo de la cama. Giraba, me levantaba al baño, acomodaba las almohadas.
Quizás eran las cuatro o cinco de la mañana, pero yo seguía despierto, escuchaba
los primeros sonidos del día tomando bebida, viendo tele sin volumen para no
despertar a René.
La
ritualidad puede llegar a ser práctica, pues frente a determinadas situaciones,
nos guía fijando nuestro actuar. Así, como todas las mañanas en esa semana,
llegamos caminando hasta el Club, bien temprano, y nos fuimos directo al
camarín para afinar los últimos detalles. Cuestiones sencillas, ideas claves.
Yo sentía la guata revuelta; el frío en los huesos pese al calor; lo pesada de
mi cabeza, que era una contradicción sin conflicto tras una mala noche. Antes
de llegar a la cancha central me imagino preguntándole alguna tontera media
tartamudeada a René, algo como qué opinaba de la comida boliviana o por qué había
tantas casas con los ventanales quebrados o a medio terminar, y éste, probablemente,
se limitó a sonreír y levantar las cejas sobre sus anteojos negros, a colgarme el
bolso de las raquetas y decirme con tuti compadre,
antes de ubicarse a un costado, bajo la única sombra que parecía existir en todo
el Club.
Hicimos
el sorteo, y frente a las cuarenta o cincuenta personas que estaban en las
graderías, nos pusimos a paletear. Mamani, como siempre, se notaba suelto y con
dinámica. Sus golpes mecanizados los repetía con limpieza y naturalidad. Por mi
parte estaba apretado como un robot desaceitado. Sentía el desgaste acumulado
en los hombros, la espalda, las rodillas, la cadera y la columna. Y ahora que
me intento ver llego a una imagen encorvada, a una expresión corporal opuesta
al entusiasmo. ¿Estamos aquí o no? Elegí
como siempre comenzar sacando, y estirarme en cada uno de los saques ocupando el
cuerpo en el envión me sirvió para ir ajustándome. Propuse las variables que pude
y gané mis juegos de servicio hasta el 3/3, momento en que me quebraron, y empecé
a caer. Porque de ahí en adelante, si de algo me acuerdo, es que fui perdiendo
empuje. Estaba mareado, con los labios secos, con el cuerpo pesado. Rebotaba
por inercia, pero apenas me movía. Mamami me anticipaba y devolvía todo.
Ahogado, lo único que era capaz de distinguir era a René que me gritaba ¡las piernas, las piernas!, pero lo
escuchaba como debajo del agua. Terminamos el primer set y en el descanso vomité
hasta el alma ahí mismo, al lado del árbitro. Aunque los veía borroso, sentía que
todo venía de afuera, que sobre mí apuntaba la mirada de todos. Me puse a
llorar tapándome la cara con una toalla. Quería estar en Santiago, en mi casa,
con mi perro, con mi mamá. El público me aplaudía y daba ánimo, pero yo me
ahogaba entre los irregulares suspiros de mi llanto. Estaba inserto en una
tragedia, con todo ese dramatismo que es capaz de cargar un niño de doce a la
deriva. Y por más que debía entregarme y morir, eso no iba a ocurrir. Al menos
no con el retiro. Porque tenía que volver y jugar… el torneo, la autoestima, el
amor propio, la vergüenza deportiva, el orgullo. Y así me levanté, como un
herido de bala, incapaz de coordinar mis pasos ni de levantar la cabeza. Aguanté,
porfiado, los casi veinte minutos que demoró Mamani en meterme un 6/0
categórico. Aplausos, llantos, René me arrastra abrazándome hacia la sombra, avanzo
como un equilibrista sobre la cuerda floja, vomito, una trabajadora del Club me
convence de tomar un tecito de hierbas, más llanto, más vómito, la tragedia
había terminado.
Para
el día de la final no cabía nadie más en el Club. Era domingo, de eso estoy
seguro, y con René agarramos asiento gracias a que el Tito nos reservó dos junto
a él. El Guille había paseado al hijo de puta de Bianchini en la semi, y ahora
él, como nosotros y todos los tenistas que quedábamos, estaba en el público –absolutamente
localista–, mirando quién sería el campeón.
Con
harto ritmo e intensidad jugaban la final quienes, sin duda, fueron los dos
mejores del torneo. De lado a lado, como hipnóticamente movíamos la cabeza
quienes ahí mirábamos, la pelota iba y volvía con tiros de fondo envueltos en ilusión.
El Guille apuraba y me parecía que mostraba las ganas de siempre; Mamani, en la
suya, sacaba golpes realmente espectaculares que ni siquiera lograban
desenfocarlo. Parecían dos experimentados; dos vertiginosos de estilos opuestos
que buscaban agarrarle la mano al otro.
El
partido, como era de suponer, se resolvió por detalles, terminando a favor del
boliviano por un doble 7/6. No hubo un solo quiebre, ni tampoco momentos
desbalanceados. Ambos sets se resolvieron en el tie break, y ahí Mamani se
iluminó, puso más, tuvo suerte o simplemente fue el destino que así lo quiso. Partido
y campeonato para el local, detalle a considerar por si alguien quiso burlarse
de las celebraciones improvisadas que parecieron no ser tales. Apareció el
organizador vestido completamente de blanco rodeado de los recogepelotas. Tomó
el micrófono y jugando con el cable enrollado en su mano agradeció a todos, leyendo
un largo listado. Hubo un par de fotógrafos con cámaras como la mía que se
movían inquietos, retratando a todos y todas quienes pasaron adelante a recibir
una copa, una medalla, o algún regalo de los auspiciadores.
Ya
en el aeropuerto, esperando el vuelo de vuelta, dejé definitivamente de estar
avergonzado; al contrario, andaba feliz porque René me convenció de que
habíamos jugado bien y, además, me dijo, sumamos los puntos suficientes para la
próxima fecha que era en Bogotá o en Caracas (ya no lo recuerdo), lo que era el
manso logro. Y si a eso le sumábamos haber faltado una semana completa al
colegio, significaba para mí, a los doce, haber alcanzado la altura del premio
mayor.
+ Nicolás
González (Santiago,
1985).
Escritor y ex promesa del tenis. Este
año publicó Los días de Moreau (Editorial Oxímoron).
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