El Cóndor Castro – Luis López-Aliaga
Dijo que era maratonista y traía
algunos recortes de la prensa de Huancavelica que lo avalaban. Allí se hablaba
del sucesor de los antiguos chasquis, especialistas en atravesar corriendo la
sierra para llevar un mensaje. Pero Castro no corría las montañas, las volaba:
de ahí el apodo, que en los recortes aparecía siempre entre comillas.
El cóndor Castro buscaba el apoyo del
Club Peruano para correr la maratón de Santiago, y se presentó en una de las
sesiones de los jueves, en la sede de la calle Miraflores, una casona antigua
en el centro, entre Monjitas y Merced. Había viajado tres días en bus y esa
misma tarde los directores lo sentaron en la cabecera de la mesa para que les
hablara de las carreras ganadas, en Ichuña, Palca, Juliaca. Ya no tenía rivales
en la sierra sur del Perú, lo que equivalía a decir, dijo Castro, con la
espalda bien pegada al respaldo de la silla, que ya no tenía rivales en el Perú
entero. Era el momento de dar el salto hacia la internacionalización y, aunque
a mediados de los noventa la maratón de Santiago era algo más bien doméstico,
nada mejor que partir en un país vecino. Los directores lo escucharon atentos y
luego lo hicieron salir de la sala, podía esperar en el restorán y pedir una
gaseosa si quería.
Lo que más les preocupaba entonces a
los cinco directores del Club Peruano era la imagen que tenían entre los
chilenos. Lo habían discutido muchas veces, en otras sesiones como esa. El
explosivo crecimiento de inmigrantes, gente desesperada que huía del descalabro
económico y del terrorismo en todas sus variantes, había despertado cierto
malestar entre los chilenos, de por sí propensos a la xenofobia. Ellos, los
directores, llegaron en otras circunstancias, hacía ya muchos años, y esta
nueva coyuntura los tenía intranquilos. El doctor César del Castillo planteó
que el deporte era un canal para fomentar lazos de hermandad y dar una imagen
positiva del país al que se representa. Todos estuvieron de acuerdo. Aramburu
dijo que el Cóndor Castro podía ser el estandarte de esta imagen que querían
proyectar, esfuerzo, coraje, disciplina, y Gamio agregó que apoyarlo también
ayudaría a reposicionar al club entre los peruanos residentes y, por qué no, a
captar nuevos socios. Raúl García, como tesorero, intentó poner la cuota de
cordura: el club no estaba en condiciones de financiar una iniciativa
semejante, había otras prioridades. Fernando López-Aliaga estuvo de acuerdo con
García y planteó además un problema práctico: aún faltaban dos meses para la
carrera y eso demandaba un compromiso económico de largo aliento. Porque sí, el
Cóndor Castro les había dicho que se vino un tiempito antes para aclimatarse.
Como no hubo acuerdo, votaron. Por tres votos contra dos se aprobó entonces
brindarle el apoyo al cóndor Castro, y partieron por arrendarle un departamento
cerca del Parque Forestal, donde podía salir a entrenar por las mañanas.
Y aunque no estuvieron de acuerdo, o
quizás por eso mismo, García y López-Aliaga se preocuparon de mostrar un
especial entusiasmo para que la iniciativa resultara. García se ocupó
personalmente de las formalidades de la inscripción en la carrera y
López-Aliaga logró que apareciera una pequeña nota en el suplemento deportivo
de un diario de circulación nacional, donde se destacaba la participación
peruana en el evento. El doctor Del Castillo se encargó de cuidar la
alimentación de Castro, y le llevaba día por medio las bolsas de mercadería con
las proteínas, carbohidratos y lípidos necesarios para un buen rendimiento
deportivo. Aramburu le consiguió un televisor y un equipo de música para que se
entretuviera y Gamio se encargaba todas las mañanas de llamarlo por teléfono
para despertarlo y recordarle que tenía que salir a entrenar.
Pero una mañana, a tres semanas de su
llegada, el Cóndor Castro no contestó el teléfono. Gamio llamó a Aramburu,
Aramburu llamó a Del Castillo y Del Castillo, que estaba a punto de entrar a
una operación de páncreas, llamó a López-Aliaga. Fue él quien llegó al edificio
y, desde la calle, escuchó un tema de Chacalón sonando a todo volumen. Tuvo que
usar las copias de las llaves, porque tocó el timbre durante quince minutos y
nadie le abrió la puerta. Entonces descubrió a Castro tirado en la cama, boca
abajo, las cortinas cerradas.
Castro, le dijo desde el umbral del
dormitorio, pero Castro no se movía. Tenía puesto solo un calzoncillo de cebra
y unos calcetines blancos.
Cóndor, repitió, y Castro levantó la
mano que le colgaba por el borde de la cama.
López-Aliaga abrió las cortinas y
entonces pudo ver que en la espalda Castro tenía un tatuaje. Una circunferencia
con muchas líneas que le nacían por todo el perímetro y se extendían paralelas
por la espalda.
Un sol, dijo Castro sin darse vuelta,
adivinando que López-Aliaga le miraba la espalda. El sol de Lircay, agregó luego
y se largó a llorar.
El Cóndor quería regresar. No soportaba
estar lejos de su familia, de su enamorada, lejos de los vecinos que, en su
tierra, no dejaban de alentarlo cuando pasaba corriendo frente a sus casas.
Aparte del frío y de los perros callejeros, acá debía lidiar a diario con el
conserje del edificio, que lo trataba como si fuera un delincuente.
López-Aliaga logró levantar a Castro de la cama y le habló largo rato sobre lo
importante que era no bajar los brazos, dar la pelea precisamente por su
familia, por su enamorada, por los vecinos y —López-Aliaga se entusiasmaba con
sus propias palabras— por el Perú entero, carajo, porque no debía olvidarse de
que ahora estaba representando a un país.
El Cóndor regresó a los entrenamientos,
aunque ahora todos los directores se turnaban para ir a verlo a diario y
asegurarse de que no tuviera una recaída.
Y tanta atención provocó que el Cóndor
subiera sus requerimientos. Al doctor Del Castillo le pidió dos frascos de un
suplemento alimenticio, a Aramburu una videocasetera y algunas películas de
acción, a Gamio que lo despertara una hora y media más tarde. Cuando quedaban
cinco días para la carrera, le indicó a López-Aliaga las zapatillas y el número
que necesitaba para correr; unas profesionales que había visto en una
multitienda del centro y que eran, lo comprobó el propio López-Aliaga, las más
caras del mercado.
Raúl García había tenido razón, el club
nunca estuvo en condiciones de financiar algo así, de modo que desde hacía
varias semanas todo lo que el Cóndor necesitaba salía de los propios bolsillos
de los directores. El asunto de las zapatillas fue tema de debate en una de las
sesiones de los jueves, la última que se realizaría antes de la carrera del
domingo. La resolución, de todos modos, fue rápida: ya estaban embarcados y no
iban a fallar ahora en algo tan fundamental. De modo que, a la mañana
siguiente, una delegación conformada por Gamio y Del Castillo partió primero a
comprar las zapatillas y después a dejárselas a Castro al departamento.
En aquel tiempo aún no estallaba la
moda del jogging, y los africanos no venían a correr a Santiago, porque era muy
lejos y el premio no alcanzaba ni a cubrir los pasajes de un viaje tan largo.
Por eso aquella mañana fría de domingo eran solo unos cuatrocientos
participantes los que saltaban en el lugar, frente al Club Hípico, en Blanco
Encalada, mientras esperaban que el animador diera la partida. La mayoría eran
chilenos, tres o cuatro profesionales, aunque también había un par de
argentinos y un brasileño que vivía hace diez años en Valparaíso. El único
representante del Perú era el Cóndor Castro.
El recorrido partía ahí, daba una
vuelta de cuarenta y dos kilómetros por Independencia, Vitacura y Las Condes, y
terminaba finalmente en la loza principal del parque O’Higgins. En ese lugar se
instaló el directorio del Club Peruano en pleno, seguro de que el Cóndor, al
menos, subiría al podio. A la hora ya estaban los cinco sentados en el pasto;
tomaban café en unos vasitos plásticos y comían el maní tostado que le
compraron a un ambulante. A las dos horas y media vieron a lo lejos aparecer al
primer corredor. García y Del Castillo se levantaron para informarle al resto.
A casi cien metros de la meta ya sabían, por el color de la camiseta, que no era
el Cóndor. Los otros directores se levantaron, inquietos, y formaron una
pequeña barrera junto a la loza. Diez minutos después aparecieron otros tres
corredores y ninguno de ellos era Castro. Los directores evitaban mirarse entre
ellos y ninguno se animó a realizar algún comentario. El Cóndor no apareció ni
entre los cien primeros corredores que cruzaron la meta.
Durante toda esa mañana los directores
del Club Peruano habían pasado de la expectativa a la incertidumbre, de la
incertidumbre a la preocupación y de la preocupación derechamente al fastidio.
García le comentó en algún momento a
César del Castillo: Nos salió lento el Cóndor, hermano.
Hasta que en el lugar 128 apareció
Castro. Los directores lo vieron aparecer a la distancia, inconfundible, la camiseta
blanca, los pantalones rojos.
Y entonces César del Castillo le
comentó a García: Este no es lento, es cojudo.
El Cóndor venía a pie pelado y daba
saltitos como si se quemara en el pavimento. Después explicaría, jadeante, las
manos apoyadas en las rodillas, que a los doce kilómetros las zapatillas le
incomodaron y tuvo que sacárselas y dejarlas en la vereda, pegaditas a un
árbol. Le había faltado tiempo para domarlas, dijo, y cayó desmayado sobre el
pasto.
Del Castillo logró reanimarlo, le dio
un complejo que ya traía preparado, y luego Gamio y Aramburu lo subieron en la
parte trasera del auto y partieron rápido por la explanada del parque. El
Cóndor se fue todo el trayecto mirando por la ventana, sin decir nada, los pies
descalzos hinchados, con algunos surcos de sangre en las plantas, que mantenía
elevadas, sin tocar las gomas del piso. En el kilómetro doce, una recta que
bordeaba el río Mapocho a la altura de Alonso de Córdova, buscaron por veinte
minutos a los pies de cada árbol. Pero las zapatillas no aparecieron por
ninguna parte.
Ni tampoco apareció el Cóndor Castro al
día siguiente, cuando los directores lo esperaron en el club para que rindiera
cuentas. No apareció ese día ni nunca más. Ni en el Club Peruano ni en el
departamento, donde solo dejó unas zapatillas viejas, sin cordones, bajo el
lavamanos del baño, y una cuenta telefónica de casi doscientos mil pesos. Todas
eran llamadas al distrito de Antaparco, provincia de Angaraes, departamento de
Huancavelica.
***
Luis
López-Aliaga
Nacido en Santiago de Chile, ha
publicado los siguientes libros: Cuestión
de astronomía (cuentos, 1995), Fiesta de disfraces (novela, 1997), El verano
del ángel (novela, 1999), Bazar Imperio (nouvelles, 2005), El bulto (cuentos,
2010) Primos (novela, 2011), La imaginación del padre (crónicas, 2014)
Geografía de las nubes (novela, 2016) y Mundo salvaje (cuentos, 2017).
Ha escrito crónicas y crítica literaria
en Revista de Libros de El Mercurio, el diario El Sur, La Nación y revistas
digitales como Réplica, 60 Watts, DeCabeza y PenultiMa. Es guionista de televisión,
director de talleres de narrativa y socio fundador de la editorial Montacerdos.
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