Amanohashidate: el puente al cielo
por Sofía Ormazabal
Hace un par de semanas decidí que debía aprovechar
los últimos días de calor pedaleando hacia un lugar turístico, pero a la vez
recóndito dentro de Kansai:
Amanohashidate. Podía seguir dos rutas: una de 110 kilómetros por la
pesadilla suburbana e industrial del camino a Kameoka o 170 kilómetros de montaña y misterio por rutas poco
transitadas. Evidentemente, pero contra las súplicas de mis piernas, opté por
la segunda.
Los primeros 50 kilómetros eran conocidos. Había
tomado una ruta similar para ir a la tradicional villa de Miyama no Sato unos meses antes. Es un camino que compensa toda la
inclinación y sufrimiento físico de las subidas con paisajes de verdes
vibrantes, agua de vertiente y santuarios Shinto
comidos por el musgo. Cada paseo por esa ruta se transforma en una exploración
de un lugar secreto e íntimo de las montañas al norte de Kitayama.
Los pueblos y la “civilización” son escasos por esta
ruta. Y eso que por “pueblos” me estoy refiriendo a una calle llena de hoyos
con cinco casas desperdigadas y una parada de bus (Y si tengo suerte una
máquina expendedora). En la mayoría de los lados no hay ni huertos ni
plantaciones, sólo bosques. Ni siquiera los ubicuos "combinis" aparecen dentro de
estos senderos. Esto da la señal de que ya estoy en pleno inaka, el campo japonés. Un espacio liminal entre los ruidosos
centros urbanos y las montañas desiertas.
En mi esfuerzo de evitar los caminos con mucho
tránsito, me fui conejeando por caminos rurales. Tuve la suerte de tener los
caminos para mí sola. Pero al mismo tiempo tuve que cambiar la ruta numerosas
veces debido a los derrumbes producidos por los recientes tifones. Jamás me ha
molestado pedalear extra, menos aún si es fuera de competencia y a un ritmo
cómodo. Sin embargo, con el otoño encima, los días se hacen cortos y se
oscurece entre cuatro y cinco de la tarde, dependiendo de la nubosidad.
La oscuridad me ponía nerviosa y obligaba a pedalear
más rápido para llegar a mi destino dentro de las horas de sol. En Santiago no
es tan terrible que se haga de noche. Hay luminarias y autos con luces por
doquier. Pero Japón parece tomarse en serio el problema de la contaminación
lumínica: no hay faroles ni ojos de gato en ningún lado.
Con mi habitual optimismo, había subestimado el
tiempo que me iba tomar llegar a Amanohashidate. No había tenido en cuenta las
rutas clausuradas por los recientes tifones, la inclinación y múltiples subidas
de por medio. Había calculado mi tiempo en base a rutas mucho más planas y sin
viento.
Mi ansiedad aumentaba a medida que el cielo se ponía
rojo y el sol se escondía en las montañas. Mi bicicleta tenía luces potentes,
pero estaba pedaleando en la mitad de la nada y en caminos adornados con
carteles de avistamientos de osos y serpientes. Tampoco ayudaba la señalética
casi inexistente. Afortunadamente, en uno de los caminos clausurados me ayudó
un viejito al que milagrosamente le pude entender (hablaba en un fuerte
dialecto de Kansai y además carecía de dientes) y hasta me guió con su
camioneta para salir del lugar de derrumbes.
Mientras me apuraba, me acosaban los pensamientos de
“¿quién me mandó a hacer esto?” y las continuas dudas que surgen durante los
periodos largos de esfuerzo sostenido. Pero una vez que se apagó la luz,
también lo hicieron mis pensamientos. Mi mayor miedo me estaba confrontando y
no era la mitad de lo terrible que imaginaba. Es más, empecé a disfrutar de la
sensación de aislamiento y la reconfortante soledad que entregaba la noche. Si
los osos querían matarme, este hubiese sido un buen momento para atacar.
Extrañamente, una vez que oscureció, aunque estaba
en la cima de una montaña y aún me quedaban veinte kilómetros, me inundó una
sensación de paz. Ya no tenía una hora límite. Toda la presión por pedalear más
rápido se había ido. La oscuridad hacía que perdiera parte de la percepción de
distancia y tiempo, por lo que también se difuminaba mi sentido del cansancio.
Si bien tenía hambre y frío, mis piernas se sentían como nuevas, quizás porque
anticipaban que al día siguiente tendrían que seguir haciendo su largo trabajo.
Bajé la montaña a toda velocidad, ignorando que mi
visión no era la mejor y que hubiese sido más prudente ir de forma más
moderada. Pero el frío y hambre eran mis nuevos motores y me empujaban a
maximizar la ayuda que me entregaba la gravedad. Ir más rápido me daba miedo,
hasta que dejé de centrarme en la visión para guiar mi camino y traspasar esta
atención a mi percepción háptica. Cada mínimo cambio de presión, vibración o
inclinación de la bicicleta se convirtió en una sensación de mi cuerpo. Ya no
necesitaba los ojos al sentir el viento en el cuerpo y los cambios de
rugosidades del camino para guiar mi trayectoria. Quizás antes había
sobreestimado mi velocidad de pedaleo, pero ahora había subestimado mi
capacidad de equilibrio y percepción no visual.
Llegué de noche a Amanohashidate, lo que me impidió
ver el famoso puente después de mi día de viaje. Al día siguiente salí a
recorrer el pueblo antes de emprender otro día de pedaleo de vuelta. Pero el
“puente al cielo” no era tan atractivo como lo pintaba la agencia de turismo.
El campo, con sus múltiples montañas y vistas de lugares recónditos había sido
el verdadero premio. El camino en sí, con sus hitos físicos y los miedos,
impresiones y sensaciones que me causó fueron el real puente al cielo.
En el deporte a menudo uno entra en un estado de
evaluación binaria de “logrado” o “no logrado” para evaluar su progreso y no se
detiene a mirar la progresión en sí. Se olvida de todos los estados intermedios
de logro parcial, avance o descubrimiento. En este caso, lo hermoso fue darme
cuenta que “la meta”, como muchas otras es sólo un hito, un punto en el
espacio. Un evento arbitrario que uno usa como línea de demarcación para un
estado y una transición.
+SOFÍA ORMAZABAL (Santiago, 1992). Mención Honrosa del Premio Roberto
Bolaño 2016, en la categoría novela. Con estudios de Neurociencia en New York
University. Actualmente estudia Ingeniería Civil en Computación.
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