Pichanga de los lunes, Homenaje a Pablo Ulloa (Relato,por Gaspar Peñaloza)



 Jugar o ver  fútbol para mi ha sido siempre el mejor panorama. No digo que veo todos los partidos que pasan por la tele o voy a todas las pichangas que me invitan, pero cuando digo que sí, cuando sintonizo el canal, mi mente goza de sobre manera pensando los espacios, leyendo a los contrincantes, decidiendo pases o editando las gambetas de más. Dialogar con mis compañeros para llegar al gol es como descifrar un misterio. Me ha parecido siempre que el origen de este placer viene de la caza: articular un equipo para pillar el recoveco ciego de otra subjetividad. Que algo así exista no puede dejar de sorprenderme. Es indefendible la crítica a la espectacularización el fútbol y el negocio y las lógicas perversas del mercado que han colonizado no sólo el fútbol, sino todos los aspectos de la vida. Pero se puede leer desde otro lugar también, desde las experiencias. He querido escribir sobre estas cosas, las ideas no han madurado lo suficiente, sin embargo, hoy son apuradas por la marca de Pablo. Uno de mis rivales de todos los lunes a las 22:30, quien ha partido de este mundo o quién sabe, al menos,  ya no camina entre la gente.

 Cuando nos ponemos de acuerdo para jugar no decimos juguemos fútbol, decimos ¿juguemos a la pelota, pichanguita?, ¿su baby? o algo por el estilo. Como acabo de leer en el epígrafe de un libro sobre la guerrilla latinoamericana:  Aquello que existe fuera- de-lugar encuentra que está colocado bajo la ley del lugar (A.B). Creo que al nombrar el juego de estas maneras alternativas evidencia esta tensión. Cuando se juega una pichanga, el sentido no está puesto en un lugar “superior”, o se ve como un medio para llegar a un lugar de élite. Cuando se está ahí el sujeto aprovecha todo lo que tiene adentro para ganar. El que no disfruta no juega bien. El que no juega bien no gana.





 Con ellos, un grupo de compositores que viven en el barrio, logramos establecer nuestro propio clásico de los lunes. Ellos son cinco que se conocen desde la universidad — calculo que un poco más de quince años atrás—  nosotros somos dos amigos del colegio, mi primo, el pololo de mi prima y yo. Los partidos son hermosos e intensos. Muy peleados. Ellos dan cara todos los lunes. Pablo un lunes se quedó afuera del partido porque se sentía mal, al otro lunes no llegó. Supimos que estaba hospitalizado. Un mes después murió. El diagnóstico: pancreatitis. Cada vez que escucho esa enfermedad pienso en Bolaño, quien hubiera escrito este relato mucho mejor que yo.

 Pablo no era el mejor de la cancha, siempre decíamos en las conversaciones de camarín que con unos kilos de menos le pondría caleta, sus compañeros lo retaban porque no llegaba a las pelotas largas, se gritaba con ellos y se encabritada con los pases mal dados. En los días helados llegaba con un gorrito de Rangers de Talca en la cabeza y durante el partido, cuando la pelota lo rozaba, el gorro se volaba y Pablo se agachaba a recogerlo. Sin embargo, en todos los partidos tenía una o dos frente al arco. Lo juro, siempre una o dos, lo cual, no se puede decir de todos los jugadores. A veces se sacaba a uno y llegaba. Otras simplemente se encontraba con la pelota. Ahí con todo el espacio desplegaba un amague cachañero y definía como un delantero chileno de los noventa, me ponía contento que marcara, sentía su alegría. En el fondo de toda mi adrenalina y competitividad una pequeña luz se encendía.

 Así es como quería recordar a Pablo, en esa jugada que tenía por partido en que nos pintaba la cara. Por qué celebramos un gol. Por qué sentimos eso que sentimos cuando metemos un gol. Creo que al meter un gol experimentamos por un instante el presente. Se elimina la angustia por el pasado y la ansiedad por el futuro. Encontramos el sentido por menos de un segundo: la pelota toca la malla, la conciencia descansa del tiempo. Ojalá la muerte sea algo así, una sensación de encuentro esparciéndose en el interior de Pablo.



 GASPAR PEÑALOZA (Viña del Mar, 1995). Editor en www.concretoazul.cl

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