Historia personal del basket sureño



Por Ernesto González Barnert


Hubo un tiempo en que jugar basket fue lo más importante para mí, operaba tanto como catalizador de toda esa rabia y energía adolescente, como de los problemas domésticos y familiares. Días enteros, semana a semana, lloviera o no, en Temuco, me pasé en una cancha jugando sobre todo contra mí mismo, perfeccionando mi tiro, la técnica, mi despliegue físico. La mayoría de las veces lo hacía en una cancha encharcada con mi polera de los Chicago de segunda, comprada en la ropa americana, afinando fintas, tiros de corta y media distancia, triples, buscando clavarla. Si Muggsy Bogues la clavaba con su 1,60 mts., ¿por qué yo no? Poco me faltó. Llegué a colgarme del aro, lo que me resulta difícil de creer incluso. Ahora prefiero moverme con los pies en la tierra, pedalear, acelerar y desacelerar mi motocicleta.


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Tenía varias canchas gratuitas a disposición. Mi favorita era la del Parque Estadio (ahora Estadio Germán Becker) y la de los Mormones en Avenida Alemania, donde nos dejaban tranquilos jugar tardes enteras sin que nos trataran de meter al profeta Smiths o la inquietante idea de tener varias esposas en Utah, lo que en esa época hubiese sido suficiente para ponerme a caminar con terno negro al lado de algún chico alto, blanco y rubicundo para convencer infieles, cobrar el diezmo, saludar a todo el mundo.

Parque Estadio quedaba cerca de mi casa. Apenas si estiraba mi cama del camarote, hacía dos o tres horas de trabajo forzado en la huerta o realizaba algún mandado en el negocito de la esquina para largarme, me iba a jugar hasta que se iba la luz o comenzaba a llover.

Años en esa me hicieron, a pesar de mi corta edad y mi porte (1,76 mts), un jugador aguerrido y fantasioso dada toda la NBA que tragaba en casa de amigos que tenían cable. Y sobre todo, un alero de temer que buscaba el tablero o se detenía de improviso dentro o fuera de la línea, que demarcaba el triple y lanzaba a quemar la red. Una red hecha de cadenas para que no se la robaran. Así ascendí en la estima y consideración de los jugadores más experimentados, los más grandes del circuito callejero. Y me hice parte de la selección del Liceo con facilidad, a pesar de los constantes reparos del entrenador por mi manera americanizada, fantasiosa y agresiva de ver el juego.



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Con la selección arrasamos en el torneo regional, en el que jugaban alumnos de 1º a 4º Medio y donde logré ser titular, siendo el menor por el curso, y casi el más pequeño de porte, solo porque había un suplente que era conductor y me reemplazaba minutos por acumulación de faltas o cuando se me ocurría la genial idea al cortar la jugada contraria e ir rajado al aro contrario a dar un trompo antes de hacer la bandeja. Aunque la embocara, el entrenador me sacaba a gritos del partido frente a una concurrencia que esperaba eso. Aún me da risa como se calentaba conmigo cuando esquivaba el papel de conductor más de 5 minutos dentro de la cancha en un partido oficial y me movía como alero dejando a otro la tarea. Jugaba con tipos que medían desde dos metros y varios más sobre el metro ochenta, algo tiesos aún, en una ciudad donde el promedio masculino es de 1,65 mts.

Muchos enanos jugaban buscando crecer un poco más, estirarse, pero no tenían mucha suerte, además con nuestro equipo el entrenador esperaba dar el paso para dirigir un equipo profesional.

Recuerdo que, jugando el regional, enfrentamos de visita a Carahue, uno de los equipos fuertes. Luego de vencer la liga de Temuco, donde equipos fuertes por tradición como el Claret, El Lasalle o el Alemán quedaron atrás, no sin antes escuchar a sus bellas alumnas desde las graderías gritarnos: “negros”, “indios” “favor no se roben la pelota”, “jamás me metería con un roto como tú”; todo por venir de un colegio subvencionado.

En el regional era aún más intimidante porque se llenaban los gimnasios, aunque menos clasista o racista que los otros. En el partido contra la selección de Carahue, uno de sus jugadores, al ver que ya estábamos diez puntos arriba en el marcador, no encontró nada mejor que marcarme por atrás mientras hacía rebotar el balón, no sé si para darme vuelta y tirar al aro o para pasársela a algún compañero y clavarme, literalmente, una aguja.

Obviamente en mi desesperación y novateada de esas técnicas sucias, no vistas en la liga temuquense, tiré la pelota al árbitro y le pegué al tipo sendo combo en el hocico que, por poco, hace que nos linchen. Cuando se tranquilizó el ambiente, estaba expulsado, incluso de la banca, y ellos habían ganado 3 o 4 puntos fáciles con la maniobra. Igual ganamos. Fue un momento duro porque temía que la federación de basket escolar me castigara no dejándome jugar el resto de la temporada.


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En ese tiempo ya me movía en la bohemia local, iba a talleres literarios, escuchaba punk y grunge, principalmente, y cada vez que entraba a una sala de clases me decía para mis adentros que la escuela no podía estorbar mi educación. Yo y mis amigos soñábamos verla arder, con los profesores e inspectores adentro.

Mis padres estaban en una situación muy difícil económicamente. Las zapatillas apenas me duraban seis meses, la suela se gastaba rápido en las canchas de cemento. Además eran carísimas. Y en una familia con 4 niños es un lujo tener zapatillas sobre los 60 o 70 mil pesos, que era lo que cobraban los pocos locales que tenían las que todos deseabámos.

Ese año jugué muchos partidos poniéndole un cartoncito en el hoyo de la suela. La renovaba cada vez que jugaba, me esmeraba en encontrar una caja con un buen cartón. Un día en el camarín el entrenador se quedó viendo mi zapatilla. Al verlo que veía el hoyo tapado con un cartón yo me apresuré a ponérmelas y salir a la cancha a otro compromiso. No me dijo nada ese día.

Al otro partido en el camarín me pasó una caja con unas Jordan, sin decir nada al resto del equipo, porque me hubiesen molestado. La infancia y la adolescencia son crueles y la pobreza siempre es dos veces castigada por la clase media. La plata salió de su bolsillo, el colegio no quiso apoyarme, me dijo escueto en el bus de regreso al Liceo. Llegué ese día a la casa y mientras mi hermano escuchaba música en la parte de arriba, lloré.

Mi padre se enojó cuando vio las zapatillas. Y más cuando le conté lo del cartoncito. Pero también yo sabía que estaba enojado consigo mismo porque en su situación de cesante no podía comprarme unas zapatillas.

Ese año fuimos al Nacional, en Osorno. Todavía recuerdo a los 30 chicos que entrenábamos con refuerzos de otros colegios, esperando ser parte de los doce que viajarían por una semana. Nombró escuetamente a los once, yo sabía que tenía que llevarme, todos se sorprendieron de que no me hubiese nombrado aún. Y cuando al fin lo hizo, dijo: "No sé si llevarte o no, González". Yo sabía que si hacía alguna de mis webadas en su equipo, me rajaría de vuelta a Temuco. Estaba feliz. Y él y yo sabíamos que no podía cumplir su orden.

Ya en el Nacional debutamos, para peor, con el Local, el fuerte equipo de Osorno, basado en el Colegio San Mateo, que repletaban la galería apoyando a su equipo con cánticos e insultándonos cada tanto. Comenzamos ganando. pero poco a poco comenzamos a perder la concentración. Yo me sentía sin chispa, jugando sin hacer trucos o fantasías, hasta que antes de que acábese el compromiso corté un ataque rival de improviso y me fui solo al aro, donde atiné a darme un autopase con el tablero, agarrarla e intentar clavarla. Casi la logro. Ante la mirada atónita de los espectadores del colegio y de los equipos que veían el partido inaugural del torneo. Aplaudieron por primera vez algo que no era de los muchachos de Osorno.

En el camarín, tras finalizar el partido, el entrenador partió gritándome “¡González, no te traje a un Nacional de Basketball para que te dieras un autopase con el tablero y la clavases. Asegura el puto punto carajo o no juegas más en mi equipo!”. Y tras eso, mis compañeros de equipo comenzaron a aplaudirme, frente a su mirada atónita ya que nos manejaba como si fuésemos un destacamento militar. Como dice Michael Jordan: Puedo aceptar el fracaso, pero no puedo aceptar no intentarlo.

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