El nadador de la dictadura (crónica, por David Bustos)





Siempre me interesó el nado, más que por una actividad deportiva, como actividad del pensamiento. Las ideas se mueven de manera líquida y  el nado es bastante coherente con ese contexto. Cavilar en la apnea, cada músculo se compromete en este sueño amniótico. Volver sobre la forma de un pez , perder de vista el paisaje; la patafísica de los caminantes, una pastilla efervescente que se diluye en el agua.
Ahora que estoy cerca de la costa, una de las imágenes recurrentes en mis caminatas de borde mar es la de un hombre robusto y más bien bajo, que sale en zunga del nudo de las olas tras cruzar el Estrecho de Magallanes, El Cabo de Hornos, el Canal de la Mancha o el Estrecho de Gibraltar. El Tiburón Contreras, con un gorro de goma y unos lentes acuáticos, se las ingeniaba para dejar su estela heroica en los gélidos mares de Chile. Un electricista del puerto de Valparaíso que hizo sus primeras armas en el muelle de Las Torpederas; a los 8 años fue empujado al agua, y en medio de la desesperación y la angustia pudo flotar y salir por sí mismo nadando a lo perrito. Esa mala broma de Al agua pato fue su salto al vacío, su bautizo. A finales de los 70’ y casi toda la década de los ’80 este hombre solitario nadaba por las aguas de la Quinta Región, curtía su piel por el Océano Pacífico. Un soldado del frío que naufraga e irrumpe en mis paseos costeros; me hago visera para avistar ese pasado que vuelve y desenvuelve con las olas.
Época de las grandes protestas, mismo período en el que una patrulla militar quemó vivo a Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana. La prensa le dedicaba notas de interés nacional a los record del Tiburón Contreras que dejaban bien puesto el nombre de Chile. Este Forrest Gump del mar que entró al agua en la dictadura y salió llegando la democracia fue premiado y mimado por Pinochet como una estrategia de construcción de una épica nacional. La transformación de los años oscuros que para algunos fueron más bien dulces y claros.
Un periodista de la época fue el responsable del apodo de Tiburón. Se debió al relato de avistamientos de aletas puntiagudas que cercaban a Víctor Contreras en plena faena oceánica. Este Tiburón probablemente no supo del nombre de Marta Ugarte, y tampoco supo de los vuelos de la muerte, o si se enteró de alguno que otro atropello a los derechos humanos, no quiso saber demasiado, porque su General reconocía su hazaña individualista y hasta lo invitaba a conversar. No podía y debía escupir la mano que le daba de comer.
Cuando El Tiburón Contreras cruzó el mar antártico desde la  Bahía Balleneros hasta la Isla Dumas, el Almirante Merino dijo: “En la armada, un hombre que se cae al agua en la Antártida es hombre muerto. Y si este loco se atreve a nadar en la Antártida quiero que mis marinos sepan que pueden sobrevivir”. A esas alturas, el Tiburón daba para todo: como conejillo de india para los marinos que no se atrevían a poner un pie en el agua antártica o como ejemplo de virilidad y gallardía del chileno, una de las variadas maneras de lavar la imagen del país. Nadar a mar abierto y hacer cruces humanamente imposibles era una señal de progreso y gloria.
A Víctor Contreras le tocó nadar en la noche más oscura de Chile, cruzar la muerte a braceadas es una imagen a lo menos escalofriante. La iconografía del  nadador en el mar de la dictadura flota en mi mente, mientras, como un patafísico, camino por un invernal borde costero, descifro la fauna, el carácter de los pelícanos cuando abandonan el roquerío y el vuelo rasante, para instalarse en medio del paseo, inmóviles y ajenos a la vez.
Pero el recuerdo carcomido por el óxido salino es el aliento de las olas, un individuo autosuficiente sobrevive al peso de los rieles, se impone en la baraja que es una frase o un archivo en voz baja en el patio trasero de la historia. Ennio Moltedo: “Nuestro océano se encuentra bien defendido / por todos los chilenos muertos y vivos lanzados al mar”.
David Bustos Muñoz

Santiago, 1972. Escritor y guionista. Ha escrito alrededor de diez teleseries y también ha sido columnista para El Desconcierto. Fue dos veces becario del Consejo Nacional del Libro y la Lectura.
Editó Horroroso Chile, ensayos sobre las tensiones políticas en la obra de Enrique Lihn por Alquimia Ediciones (2013), junto a Guido Arroyo. Es autor de los libros de poesía; Nadie lee del otro lado, Zen para peatones, Peces de colores, Ejercicios de enlace, Jardines imaginarios, Hebras viudas, Dos cubos de azúcar. Publicó el disco de poesía sonora Todo empieza por casa (2014). Recibió el año 2007 el premio Municipal de Literatura de Santiago, en la categoría poesía. Actualmente vive en  Algarrobo.

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