El relato fubolístico (Crónica, por Nicolás Meneses)

El relato futbolístico


Villarreal CF

Hasta los trece años fui un niño obeso. Ningún programa de nutrición escolar ni del gobierno lo pudo solucionar. El fútbol sí. Jugué muchas pichangas de barrio, pero evadía el fanatismo. Hasta que llegué al PlayStation y la tele.

En octavo básico fui a un colegio particular subvencionado. Se llamaba San Andrés, estaba en la comuna de San Francisco Mostazal y era tan o más precario que los colegios públicos que me tocó pisar antes. La única gracia que tenía era un gimnasio techado, novedad ostentosa para mí que lo más moderno que había visto en infraestructura deportiva era una multicancha con trazados de fútbol y basquetbol. La cancha era tan chica que los consiguientes tableros y arcos solo se estorbaban disputando el mismo espacio. En el San Andrés aprendí a jugar a la pelota, más allá de la línea de defensa. No era por mi talento innato; fue por porfiado, por insistir en un deporte al que no le pegaba ni al quinto bote y encariñarme con él.

Para llegar al San Andrés salía a tomar un bus en la carretera. Vivía en un pueblo que marcaba el límite de la Sexta Región con la Metropolitana donde la principal fuente de trabajo era el comercio ambulante en el peaje y a los costados de la carretera. En mi rutina pasaba encerrado en una casa, que al mismo tiempo era un negocio que vendía mercadería a esos vendedores ambulantes. Estaba más tiempo en el negocio que en mi pieza. Cuando me daban tiempo libre me amanecía jugando Pro Evolution Soccer. Elegía la opción de crear un equipo -nombre, camiseta, estadio- y partir en la segunda división de cualquier liga del mundo. Elegía la española, pero no por azar. En esos años TVN la transmitía. Había vistos clásicos entre el Colo y la U, eliminatorias de la selección, pero nada me había impactado tanto como ese partido.

Barría las tablas de mi pieza -deformes, incoloras, pegoteadas de tierra- mientras miraba la tele. Tenía una antena que agarraba el canal 12, que era TVN, pero la señal de la sexta región, esa que a mitad del noticiero cortaba la transmisión nacional y cambiaba a un estudio similar en donde otros presentadores anunciaban la contingencia regional. Odiaba esa señal porque cortaba la imagen justo cuando venía el bloque deportivo -que más que deportivo, debería llamarse bloque futbolístico-. En mi tele Kioto de veintiún pulgadas vi por primera vez una escuadra vestida completamente de amarillo. En la formación inicial aparecieron nombres como Marcos Senna, Juan Román Riquelme, Juan Pablo Sorín. Ese mismo equipo contaba con el pichichi de la temporada, un uruguayo llamado Diego Forlán. Solo me acuerdo de los sudamericanos. Sumado el técnico -el único chileno dirigiendo en España- el “Submarino Amarillo” proyectaba esa ilusión de familiaridad y cercanía que solo la tele es capaz de producir en las personas que se hacen adicta a ella.



Algo me llamó la atención de ese equipo. Pedro Carcuro hablaba de un excepcional Juan Román Riquelme, de un porfiado centrocampista argentino. El Villarreal jugaba contra el Osasuna y partía perdiendo el encuentro. Jugaban de visita, pero el equipo de amarillo no se rendía. Los desplazamientos en el gramado eran muy medidos, los jugadores no se escapaban de sus posiciones, los cambios de frente eran de mitad de cancha para arriba, excepto cuando la tomaban los sudamericanos, que dejaban el compás y trazaban espirales. Riquelme rompía todas las líneas y se mandaba un carrerón. Tenía una forma de correr que daba la sensación de querer pisar la pelota como si fuera un bicho de oro. De repente, ¡pum! Quedaban pocos minutos para el termino del encuentro. Y ¡pum! No hubo juego combinado, contragolpe, ni una gran jugada. Un ¡pum! de fuera del área a más de treinta metros de la portería, el balón cruzando la línea de defensa y rebotando en el travesaño ante la estirada del portero que veía como el larguero había dejado el balón dentro de su arco. En ese minuto dejé de barrer y me senté a mirar lo que quedaba del encuentro.


Fútbol 2D

Nunca fui bueno para los deportes, pero sí para ver monitos -para eso era un crack-. Me pegaba maratones con mi primo de días enteros, solo interrumpidos por desayuno, almuerzo y baño. Pero en Angostura no pescaba la señal de los canales nacionales ni menos del tevecable. Tuve que aprender a educarme con TVN Red O’Higgins y el PlayStation 2. No tenía amigos, mi pueblo era una cuadra en que no había niños de mi edad. Vivía con unos tíos que me enseñaron la desconfianza, a no creer en la amistad y a vérmelas por mí mismo. Mis amigos de Linderos fueron reemplazados por el diseño de los futbolistas de los videojuegos. Siempre me fascinó el gesto de Alexis Sánchez al acercarse a las estrellas del fútbol europeo para contarles que él jugó con ellos primero en el Play. Que antes de conocerlos en carne y hueso, los conoció a través del joystick. No podía obviar esa experiencia, para él representa el encuentro del gamer con su mundo de ensueño, un traspaso hacia la otra dimensión. Conocí las reglas del fútbol jugando PES, ganando campeonatos ficticios con equipos que partían en segunda división y terminaban ganando la Champions. Siempre en modo Easy. Pero nunca, como Alexis, logré pasar a esa otra dimensión.

Las pichangas de recreo de alguna manera se parecieron a jugar en modo Easy. Uno tenía su lugar asegurado, a pesar de ser elegido de los últimos para un equipo. Decidí, como los héroes de animé, practicar más para dejar de ser tan malo. En la semana iba solo a la cancha del deportivo y chuteaba la pelota mientras los caballos “cortaban el pasto”. A veces la cancha estaba ocupada y me iba a pelotear a la medialuna al fondo del club. Muchas veces llegaba temprano y me encontraba con más cabros que me invitaban a un partido en la mitad de la cancha o llegaban mis primos y jugábamos a entrenar. De a poco fui mejorando.

Creía fervientemente en la narrativa progresista de los animés de deporte. Los Super Campeones, Slam Dunk, Espíritu de Lucha. Ahí los protagonistas eran unos genios en potencia, que con trabajo duro superaban en corto plazo las expectativas del resto. Todos les daban cero y ellos devolvían cien. Hanamichi Sakuragi alcanzó el nivel de Rukawa -el mejor de su equipo- en menos de un año nunca habiendo practicado basquetbol. Y fue por amor, por su obsesión por Haruko, la hermana del capitán del equipo. Ippo Makunouchi se encandiló con la genialidad de Takamura en el ring de boxeo, Oliver Atom no soltaba la pelota ni para dormir -la sentaba a la mesa como otro integrante de la familia-. Todos avanzaban a zancadas, exprimían su estamina, traspasaban límites. Estaban movidos por un deseo radical de avanzar, de alcanzar el esplendor de su disciplina. Y tenían el impulso del mundo 2D, la animación como modelo de lo que está constantemente en el punto de fuga, quebrando todas las lógicas.


Fútbol 3D

El equipo se llama Villarreal CF y la marca de su camiseta es la universal Puma. Lo dirige un técnico chileno al que apodan el “Ingeniero” y tiene a más de cinco jugadores sudamericanos. Lleva casi una década en primera división, su clásico es contra el Valencia -el otro equipo de Castellón- y es uno de los pocos que le ganó partidos de ida y vuelta al Barcelona en los tiempos de Ronaldinho. Ese es el equipo que elijo para jugar los multiplayers con mi hermano en el PlayStation, ese es el equipo que el 2006 llegó a las semifinales de la Champions -perdiendo contra el Arsenal en un encuentro mítico en que Riquelme erró un penal que podía haber significado una final-, ese equipo con menos de diez años en primera división se acostumbró a pelear puestos de Champions, haciéndole partidazos a los Real Madrid, a los Atlético, a los Valencia, a los Espanyol. Era un equipo con perfil bajo que se acercaba al relato del animé. Un equipo que decidí seguir no por heredad, sino por su ficción que transmitía TVN Red O’Higgins.

Mi primera camiseta del Villarreal la compré en la feria y me la puse de una. Era tanta el ansia por vestirla, que no le saqué la etiqueta. Las personas que me veían pasar trataban de avisarme que llevaba un precio en el cuello, que acaso me vendía o que cosa. Hasta que un señor se acercó y me arrancó la etiqueta, sin avisarme. Me avergoncé por mi reacción, que fue de rechazo, pero luego le sonreí y le di las gracias. A los catorce años me cambié de colegio a un liceo en Buin -había pasado a primero medio- y un amigo con buena mano le dibujó en la espalda el número cinco de Forlán y abajo mi apellido. No le quedó tan bacán como pensaba, pero la seguí usando en las pichangas del liceo. El inspector -sin verme jugar y midiendo mi envergadura física- me invitó a jugar por la selección de la básica -cumplía con la edad- pensando que al ser más grande iba a ser mejor que los demás jugadores. Me preguntó de qué jugaba y sin inmutarme le contesté que de delantero. Si bien corría y más rápido que muchos del equipo, era torpe y no le pegaba fuerte a la pelota. Entré de suplente en dos partidos y en ambos me perdí oportunidades claras de gol -en una me llevé a los defensas en una pelota adelantada y en la otra me enredé con el arquero- En el primer partido el entrenador me felicitó y en el segundo me dio a entender que no me iba a poner más. Pero seguí yendo a los partidos. Sorprendentemente llegamos a la final.


Punto de inflexión

Como en un pésimo episodio, perdimos a penales. Jugamos contra el Liceo A-131, el mismo de la huelga de hambre estudiantil más radical del 2011. Ellos ganaban casi todos los años el campeonato, pero eran un liceo precarizado, igual que el de nosotros. Al otro año me fui para allá por cercanía y porque al Liceo Maipo lo estaban abandonando hasta los profesores. No jugué con mis nuevos compañeros de curso, ni me llamaron a la selección, pero pichangueaba con amigos y familiares en las canchas de baby de la pobla. Tenía un compañero que era cadete en Cobresal y amigo del Huaso Isla. Hablábamos mucho de fútbol y descubrí mi vocación de estadista y analista deportivo. En educación física me fijaba más en el proceso interno de mi cuerpo que en las indicaciones del profesor. Ponía atención a la distancia que recorrían mis pies por cada paso, a qué velocidad se me agitaba el corazón como bombo, qué músculos iban asociados a cada elongación, cómo el cuerpo reclamaba cuando lo forzaba más allá de sus límites, que en mí siempre eran bajos, escandalosamente mínimos para los estándares de una serie de animé. Trataba de racionalizar algo que iba más allá. Me imagino a los estudiantes que el 2011 se mantuvieron más de un mes sin alimentarse, lo cerca que estuvieron de ese relato épico. Me imagino su proceso interno, el cuerpo comiéndose a sí mismo, arrancando primero la grasa, luego los tejidos musculares, dejando la piel flácida y la mente divagando, en constante estado de alerta, defendiendo consignas que hoy acepta hasta el reelecto presidente de derecha que ese año los rechazó indolentemente.

Lo más cercano a esa experiencia también la tengo del animé: Takamura Mamoru es mi héroe favorito del manga. Mezcla entre virtuosismo y vulgaridad, el “Halcón” es un boxeador japonés cuyo principal defecto es la soberbia. Pesa lo que pesa un pesado en un país en que esa categoría es un chiste. No puede competir mundialmente en los noventa kilos y se pasa a los medianos, setenta kilos aproximadamente. Cada pelea suya comienza meses antes con una dieta que le permite bajar los veinte kilos de diferencia sin destruir su estado físico ni mental. El animé describe los síntomas de su dieta como infernales: una sed del demonio, los nervios tan a flor de piel que los sentidos se agudizan al extremo, un genio inestable y un hambre que ataca de manera feroz enterrando agujas en las entrañas. La piel reseca, la deshidratación, los marasmos, la vulnerabilidad inmunológica. Y luego, recuperarse en un día, recomponer nutrientes y líquidos sin sobrecargar al cuerpo. Y salir al ring con todo eso encima. 

En el Liceo A-131 expandí mi gusto hacia los deportes en general. Cada cuatro años los Juegos Olímpicos me embelesan. Intenté todas las disciplinas a las que uno puede aspirar en tres años sin mucho éxito. Seguí viendo fútbol por televisión. Llegó Bielsa a la selección chilena. Por primera vez fui al estadio. Me compré mi segunda camiseta del Villarreal, esta vez la original en una tienda de mall. Recorté la camiseta antigua en el pecho y le saqué el escudo que pegué de parche a mi mochila liceana junto a las chapas de música emo. Matías Fernández llegó como el mejor de América al Villarreal y se quedó en el gesto. El 2009 egresé de cuarto medio peleado con todos mis compañeros de curso. El 2010 hice un preu para entrar a la universidad y el 2011 llegué a estudiar a Valparaíso donde definitivamente dejé de jugar a la pelota y comencé a leer literatura. Y estalló la revolución estudiantil.   



Nicolás Meneses (Buin, 1992)

Ha publicado el libro Camarote (Ediciones Balmaceda Arte Joven, 2015). Becario de la Fundación Neruda (2016) y del Fondo del Libro y la Lectura (2015, 2018). Ha ganado diversos concursos literarios, entre los que destaca el Premio Roberto Bolaño en cuento (2017). Escribe sobre poesía para diversas revistas digitales. 

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