Temporada de piscinas (por Rodolfo Reyes Macaya)
Por Rodolfo Reyes Macaya
1. La literatura como un atletismo
Solía ir a la piscina de
la Escuela Civil de Natación. El 2 de agosto de 1914 anotó en su diario:
“Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Tarde, escuela de natación”.
En otra entrada, esta de
1911, Kafka escribe: “Todo el tiempo que ha pasado, y en el cual no he escrito
ni una sola palabra, ha sido para mí tan importante porque, en las escuelas de
natación de Praga, Königsaal y Czernoschitz, he dejado de avergonzarme de mi
cuerpo”.
El gran nadador,
un cuento tan breve como notable, relata la historia de un nadador que regresa
a su país tras ganar las olimpiadas en el extranjero. Las autoridades organizan
una ceremonia. Los discursos se suceden ante el entusiasmo de la gente. De
pronto, el nadador toma la palabra y confiesa que no sabe nadar. Y añade: ni
siquiera soy de este país, no entiendo su lengua, pero hago como si los
entendiera, del mismo modo en que ustedes lo hacen conmigo.
Alguna vez pensé que en
este relato se cifraba si no la crisis del sentido, que es la crisis de la
palabra, al menos la potencia de la literatura.
El nadador dice: esta
lengua que debería ser la mía se me presenta como algo completamente ajeno,
pero hago como si la entendiera en un continuo proceso de reinvención. Aunque
las palabras no reflejen a las cosas, quienes nos servimos de ellas realizamos
un contrato tácito y hacemos como si éstas fueran correspondientes. Supongo que
lo hacemos para que el dispositivo funcione. El cliché nos orienta. Continuamos
con la farsa. Hacemos como si entendiéramos el mundo mediante encadenamientos
lógicos.
La literatura, decía
alguien (pero ¿quién?), es un atletismo para sacar a la palabra de los caminos
trillados y hacerla delirar.
2. El simulacro del mar
Miro las reproducciones
de las pinturas de David Hockney. Son pinturas figurativas, retratan piscinas
en la soleada e indolente California de los años 60’s. Pienso en esos cuerpos
atléticos, en las ondulaciones del agua, en cómo éste fue un problema pictórico
central para Renoir y sus amigos cuando decidieron salir a pintar al aire
libre, maravillándose ante la incidencia de la luz en el mar, en los ríos, en
los estanques de la segunda mitad del siglo XIX. Me parece que una asociación
entre las piscinas californianas de Hockney y los remeros de Renoir no es
fortuita, está anudada por el ocio: la puridad del tiempo, cuando el trabajo
parece desaparecer y en su lugar emerge el goce o Il dolce far niente.
Robert Hughes, crítico de
arte de la revista Time, escribió en 1988: “Hockney se trasladó a Los Ángeles,
donde todavía reside, en 1964. Era el paraíso: fama, dinero, legiones de chicos
hermosos, además de piscinas y la oportunidad de escapar a las restricciones de
la vieja Inglaterra. No tardó mucho en ser evidente que la pintura de Hockney
de L.A. estaba inventando la ciudad y le otorgaban una forma icónica
decididamente reconocible”.
Lejos del tratamiento
impresionista, Hockney optó por las formas sintéticas y monótonos planos
pastel, además del uso del acrílico en lugar del óleo para representar el
triunfo de la técnica.
Porque una piscina
encarna, entre otras cosas, el desarrollo técnico del siglo. “Una piscina
–precisa un amigo, que prefiere mantenerse anónimo, cuando le digo todo esto en
un caluroso día de verano– es un simulacro del mar o de un lago controlado y
modificado por la técnica, donde la naturaleza está cercada, pero no
desprovista de su potencial disruptivo, como bien lo deberían saber quiénes se
ahogan en ellas”.
3. Una piscina propia, el mundo
uterino
En 1964, el mismo año en
que David Hockney sobrevuela L.A., observando por la ventanilla cientos de
piscinas, en la costa atlántica de Estados Unidos se publica El nadador, de John Cheever. El viaje de Ned, su protagonista,
es un modo de indagación de la realidad a través de los oasis artificiales de
la clase media-alta norteamericana, y también un modo de regresar a casa. Como
Dante, está en la mitad del camino de su vida. La juventud ha quedado atrás.
Algo sucedió y los viejos amigos le niegan el saludo. El fracaso se cierne como
una tormenta estival; la caída parece inevitable.
“La fuerza del viento
–dice el narrador– había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las
había esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a mitad de verano,
Ned supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza
ante ese signo del otoño”.
De este modo, un hombre
pasa por piscinas rebosantes de agua turquesa, piscinas vacías, ciénagas decadentes
y piscinas públicas. Tal como en la primera escena de Blue Velvet, de David Lynch, nos hallamos frente una
sociedad idílica que luego es fracturada por el procedimiento. O más bien, el
procedimiento se encarga de mostrar la potencia destructiva que encubre la
noción que nos hacemos del bienestar.
En el cuento de Cheever,
el bienestar es una piscina propia –reminiscencia de un mundo prenatal y
uterino– a despecho del presente, cifrado en un hombre solo, con resaca y traje
de baño, decidido a lanzarse hacia una aventura, en apariencia, absurda.
Algo similar ocurre
en Azul, de Kieslowski. El personaje interpretado por Juliette
Binoche lo ha perdido todo y debe inventarse una nueva vida. Ante el dolor
excesivo de la pérdida, deja los afectos, evita los lazos. Es el viejo sueño de
la autosuficiencia emocional el que se despliega en las escenas donde la
protagonista nada, solitaria, en la piscina municipal de Pontoise.
4. El pasado y su confesión
Tiempo atrás me prestaron El cuaderno de Bento, de John Berger. En mi memoria
conviven escenas inconexas, aunque me parece que el libro era precisamente eso,
un montón de fragmentos articulados en torno a la Ética de Spinoza y también al supuesto cuaderno
de dibujo del filósofo, que se ganaba la vida puliendo lentes. Una de las
escenas que suelo recordar, en realidad la única que recuerdo, transcurre en
una piscina.
Berger suele ir a una
piscina pública a la hora de almuerzo, porque a esta hora el lugar se vacía de
personas. Cada cierto tiempo, distingue a una pareja ya mayor. Hay algo extraño
en esta pareja: los gestos delicados y aristocráticos de ambos, el modo que
ella tiene de moverse tanto dentro como fuera del agua, el silencio obstinado
del hombre que nunca entra a la piscina y que más parece un guardaespaldas que
un compañero. Pronto, el narrador entabla conversación con ella y se entera de
que proviene de Camboya; nada para combatir su reumatismo.
Así es como entre una
sesión y otra, muy pocas palabras mediante, se entrevé la historia de la mujer.
Descubrimos que era parte de la nobleza camboyana, antes de que los jemeres
rojos, Pol Pot, los norteamericanos y los vietnamitas diezmaran a la población.
Analizar este proceso histórico sería exponer una larga serie de números, entre
porcentajes y estadísticas. Berger se abstiene de tal maniobra. En su lugar,
realiza contactos mínimos desde las ruinas que ha dejado una historia alucinada
con millones de muertos. El escenario es una piscina pública, donde el tiempo
transcurre de otro modo. Acaso el tiempo transcurra de otro modo para que el
pasado pueda confesarse.
5. La piscina es al mar lo que el libro es a
la historia.
Vuelvo a Kafka.
El 2 de agosto de 1914
anotó en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Tarde, escuela
de natación”.
Todavía no sé cómo leer el espacio que hay entre la
primera frase y la segunda.
¿Es una renuncia a las cuestiones temporales? ¿Una forma de
prepararse para la guerra?
¿Qué representa un nadador solitario, una brazada tras otra,
mientras el mundo se cae?
¿Se trata de asumir que la guerra está también al interior de
uno, que toda vida es un proceso de demolición?
Mis amigos suelen ser menos cortos de vista que yo, y me
proponen algunas respuestas.
“Kafka – dice uno –no tenía cómo saber que la guerra de ese
año cambiaría todas las guerras y daría comienzo al siglo XX”.
“Tiene que ver con lo europeo –dice otro– rapto y violación,
ese es el dinamismo mitológico sobre el cual se fundan y que hasta esos años
era lo cotidiano. Cuando Kafka constata la guerra y se va a nadar, toda Europa
se va a nadar, que es metáfora de la costumbre”.
Porque la costumbre nos lleva a naturalizar el horror. ¿O es
el horror lo que surge cuando el peso de la costumbre decae y revela sus
crímenes?
Si esa guerra cambiaría a todas las guerras y dejaría
irreconocible el rostro de Europa, lo haría también con el rostro de su
literatura. Ésta sería entendida ya no como un espejo al costado del
camino, como quería Stendhal, sino un signo opaco, una interrogación o incluso
un grado cero: una literatura que huía de la historia en la conquista de su
autonomía y luego una literatura que huía de sí misma con el objeto de encontrar
su disolución.
Kafka no perpetuó la costumbre de la guerra, llevó la guerra
a su escritura. En lugar de representar batallas, logró poner en funcionamiento
un teatro cruel, que puede ser visto como una piscina llena de monstruos, tan
peligrosa como el mar. En sus libros no hay espacios seguros ni confortables. En
una carta de 1904 a Oscar Polhak, anotó: “un libro debe ser el hacha que rompa
el mar helado dentro de nosotros”.
6. Un cuerpo flotando en la piscina
1969 fue el año de
estreno de La piscina,
película de Jacques Deray, protagonizada por Alain Delon y Romy Schneider. Este
film, polémico en su tiempo, es capaz condensar el sensual hedonismo de una
década iconoclasta que llegaba a su fin.
Ese mismo año encontraron
el cadáver de Brian Jones, flotando en la piscina de su mansión.
El multintrumentista y
miembro fundador de The Rolling Stones tenía veintisiete años y un largo
historial de adicción a las drogas. Había sido expulsado de la banda un mes
atrás. Nadie sabe con exactitud qué ocurrió.
7. Venimos del agua y al agua volvemos
Dicen que la memoria se
construye a partir del lenguaje. Necesitamos palabras para recordar quienes
fuimos, del mismo modo en que las necesitamos para afirmar quienes
aparentemente somos.
Dicen que una piscina
contiene agua, como un libro contiene lenguaje.
Dicen que el agua es el
principio de todas las cosas.
El cuerpo humano está
compuesto en un 65% de agua.
Un nacimiento es una
emersión desde el útero, nuestra primera piscina, acaso la única que muchos
tendremos.
Por eso el bautismo
implica un renacer: un sacerdote nos sumerge en el agua y pronuncia palabras,
luego, salimos purificados por ellas.
Dicen que Ed Wood, uno de
los peores directores de cine de todos los tiempos, accedió a ser bautizado
junto a su equipo de rodaje en una piscina californiana. La Iglesia Bautista de
Beverly Hills había puesto esa condición para financiar su película, Plan
9 del espacio exterior.
“El mejor de los hombres
–escribió Lao Tsé– es semejante al agua. El agua llega a todas las cosas y las
favorece, porque no busca el poder. El agua permanece en los lugares que otros
desprecian”.
Cuando era niño, mi
abuelo me enseñó a nadar. Él había sido ferroviario. No bien se jubiló, se fue
a vivir al campo. Construyó una piscina que en el invierno se llenaba de bichos
y ranas, en el verano la limpiábamos. Allí aprendí a nadar. Mi abuelo arrojaba
una piedra muy pequeña al fondo de la piscina y yo debía sumergirme y
encontrarla. Muchas veces volví a la superficie con las manos vacías y
arrugadas. Hay momentos en los que creo que aún estoy bajo el agua con los ojos
abiertos buscando algo que traer a la superficie. Hay momentos en los que creo
encontrarlo. Hace semanas que salgo de mis sueños con las manos vacías.
Rodolfo
Reyes Macaya (Punta Arenas, 1988). Ha
publicado La proximidad del tsunami (Zindo&Gafuri
Ediciones, 2015) y Nogales (Hojas rudas, 2017).
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