Pesadilla porno en La Florida (por Matías Ávalos)

Por Matías Ávalos 




Pichi pintaba para crack, a los 16 años lo vio jugar en la canchita del Club Social y Deportivo La Florida el encargado de las inferiores de Cerro Porteño que andaba de visita en casa de su hermano. Llamó al toque pidiendo autorización para llevárselo y, como ya le había dado a Cerro varias joyitas, la comisión directiva le giró la plata del pasaje para el Maradona de la Florida (así lo definió), más unos pesos para convencer a los padres de que el chico viaje a otro país con un desconocido, los papás de Pichi se entusiasmaron tanto con la idea que ni siquiera aceptaron la plata. A la mamá con que la idea de que le vaya bien en el exterior, esquivando el destino de albañil o chorro que le esperaba, le era suficiente. El papá estaba más aliviado que feliz, un hijo en el exterior del municipio, de la provincia, del país o del continente, sería antes que nada un hijo en el exterior de su casa, digamos un problema menos, él no esperaba que Pichi sea el próximo Diego, había visto muchos Maradonas morir en el olvido, se conformaba con que se pudiera mantener solo y eso era para él ser una estrella.
Entonces como a las dos horas de llegar a Asunción ya estaba entrenando. Sus gambetas eran una especie de asterisco de piernas del que salía siempre con la pelota limpia y el rival siguiéndolo, corría como si bailara, a lo Cruyff, con sus piernas largas y delgadas que ondulaban al viento en cada zancada dejando atrás a cualquier ñandú que intentara perseguirlo. Ese “Chas” que hace la pelota cuando entra limpita y acaricia la red de lado a lado, sonó tres veces en la práctica a nombre de Pichi.
Pero todas las ilusiones que el astro en verde despertó se esfumaron en el asado de bienvenida que le organizó la pensión del club donde, aunque también deslumbró, fue por su habilidad para entrarle al vino y el asado sin discriminar color, cepa, cortes, ni puntos de cocción. Hasta la soltura elegante y agresiva de las corridas al arco contrario fue traducida en todos los perros que le tiró a la mujer de un dirigente del club, perros debidamente atendidos; después de coger toda la noche en la pieza de la pensión, viajaron a Misiones para disfrutar sin riesgos de algunas de sus diferencias: La de edad por ejemplo, el casi astro tenía 16 y ella 39; o de densidad, Pichi, una negra y delgada acumulación de rigidez, de pija bastante por encima de la media y siempre dura, era el perfecto opuesto de ella, que era un conjunto armónico de redondeces blancas, suaves y blandas; tetas, culo, piernas, brazos, todo en ella era una curva perfecta dibujada por el vuelo liviano de una gaviota.
Su amor en las cataratas fue el fin de la carrera futbolistica del crack.
Estuvieron alrededor de dos meses en un telo de Iguazú, hasta que el período de ella dejó de venir y Pichi se volvió a Solano, para no saber nada más de ella ni de Paraguay.
Empezaba otra carrera.
A los pocos meses de su vuelta al barrio, empezó a ayudar a una amiga de su mamá a hacer las cosas de la casa /Chas/, ella, una cuarentona separada, con un cuerpo que para Pichi era el de una arquero que espera desafiante que patee un penal, una arquero que le sonríe de costado /Chas/ vestida con medias hasta la rodilla, botines puma y guantes negros, sin short ni camiseta, haciendo bailar las tetas de lado a lado, agazapada moviéndose de derecha a izquierda debajo de los tres palos, esperando que él patee bien fuerte /Chas/.
En seis días de trabajo ya el pasto estaba corto, los árboles podados, el fondo ordenado, el tanque de agua limpio, los perros bañados, Pichi fue un gran empleado, así que por recompensa (o puro gusto) /Chas/ empezaron a coger.
Ella tenía una hija con sus mismos dieciséis años que lo merodeaba cuando la jefa de casa, después del religioso mañanero, se iba a trabajar.
La rutina era así: entraba a la casa e iba directamente a la habitación donde ella, apenas escuchaba las, se ponía boca abajo, se destapaba, se ponía una almohada en la pelvis para quedar más cómoda y, subiendo todo lo que podía el culo, abría las piernas y esperaba; ahí llegaba él, miraba el espectáculo unos segundos y apenas lograba una erección masomenos decente, ante la mirada de la hija que se encaramaba atrás de la puerta, le entraba mientras ella le decía que lo iba a acusar con su amiga, que era un degenerado, que la estaba lastimando y así por unos minutos, los suficientes como para que llegaran juntos al clímax, que Pichi saque sus veinte centímetros de carne y, al mismo tiempo que ella acababa, la llenara de leche.
Ahí ella le dejaba encargadas las tareas del día y se iba a trabajar.
Entonces la hija arrancaba con la (a esa altura no era exagerar decirle) persecución. Durante toda la mañana, siempre que Pichi se daba la vuelta, la piba estaba ahí, espiando, hasta que a la hora del almuerzo venían las preguntas incómodas.
— ¿Ya hiciste todo lo que te pidió mi vieja?
—Sí, después que baje el sol un poco, me quedan regar las plantas, pero eso solo nomás.
—Ah, está bien, no sea que se enoje ¿no?
—...
—Si no, todas las mañanas te termina puteando
—...
— ¿Por qué te dice degenerado? Se queja mucho de vos temprano, además le gusta quejarse parece.
¿No será masoquista? ¿No seré yo también masoquista?
—No sé qué es eso, tu mamá puede ser lo que quiera porque es grande, yo trabajo nomás. Habla con ella.
Se levantaba, lavaba los platos y volvía a casa. Esa era la rutina.
Incómoda pero tolerable, hasta que llegó la propuesta. Estaban almorzando como siempre pero con el ambiente más tenso, esa mañana Pichi la vio espiar confirmando sus sospechas, la piba estaba loca, sin embargo eso no lo asustó, sino muy por el contrario, lo calentó; la pija se le infló más que nunca provocando un mayor orgasmo a ambos, orgasmos que terminaron en litros de flujos en las sábanas, de leche en la espalda de la mujer, en el respaldo de la cama y la pared.
Pichi sabía que la piba iba a volverse insoportable, pero la forma lo sorprendió.
—O me cogés como te cogés a mi mamá o le digo que me intentaste violar —la realidad era un sueño porno que se volvía pesadilla— me gustás desde siempre, desde que somos chicos y al principio, cuando te vi cogerte a mi vieja sentí mucho odio, pero después pensé que era mejor, te estaba preparando.
—Vos estás re loca pendeja.
—Y eso te encanta, hoy acabaste como nunca porque yo te miré.
—Fue susto.
—Fue calentura, yo te caliento y esa es la verdad. Tenés un día para decidir, si mañana después de cogértela, no venís y me cogés a mí, llamo llorando a mi viejo para decirle que me quisiste violar y que sos el amante de mi vieja.
Pichi sabía que cualquier decisión podía tener consecuencias graves, aunque le tenía más miedo a lo que le podía hacer su propia madre si se enteraba que se estaba cogiendo a la mejor amiga.
Así que tomó el camino más corto, a la mañana siguiente, después de los encargos, esperó que ella saliera y entró a la habitación de la piba.
Estaba tocándose en la misma posición que hacía unos minutos, como todas las mañanas, lo esperaba la madre. La diferencia eran los años, era como ver el mismo paisaje, del mismo campo, desde la misma ventana y a la misma hora pero una pm y otra am, la hora exacta dos veces al día del reloj descompuesto y sin sentido que es el sexo, digamos que una era las 7 y otra las 19. La madre era el atardecer, colores ladrillo dibujando formas redondas, húmedos violetas cayendo desde los costados sobre un espejo rojo y vertical que bien podía ser un volcán, bien el mar haciendo de animal o, como en verdad era, una concha.
La hija era el amanecer a las 7 de la mañana de la vida, el sol abrazándolo todo con una luz blanca que produce figuras duras, figuras blancas pero calientes, de un calor que quema antes que calentar. Un calor mortal. Y ese sol saliendo de un punto muy chico en tamaño si se lo compara con lo que produce, un sol que gracias a la rara fuerza de la antimateria, atrae a todos los cuerpos extensos a su alrededor, a todos, sí, pero especialmente a su pija. No pudo más y se la puso toda. Estaba encandilado, de esa primera vez solo se acuerda de una presión y un calor muy intensos en las orejas, de las caderas de ella que eran los pasamanos desde donde se agarraba para no ser chupado por ese sol (concha) que lo estaba quemando entero, y de la sensación de que al momento de acabar, su cuerpo no era más que el cauce de un río que intentaba calmar ese fuego original.
Así fue durante dos meses: llegar a la casa, coger con la madre, esperar que se fuera a trabajar, coger con la hija, ducharse, ordenar la casa, hacer el almuerzo, comer, coger otra vez con la piba, lavar los platos, esperar que se vaya el sol, regar las plantas e irse a su casa, casi todos los días escapando del tercer polvo propuesto por la joven.
Al segundo mes después de que ella se fuera a trabajar, fue como siempre a la habitación de la hija pero esta vez no estaba, la buscó por la casa hasta encontrarla vomitando en el baño.
—No me viene hace un mes.
— ¿Estás segura?
—Me hice un test.
— ¿Y?
—Estoy recontra embarazada.
—La puta que lo parió mi vieja me mata... y la tuya también.
—A mi mamá lo que menos le conviene es decir algo. ¿Te pensás que está como para hacer una escenita de celos?
—Pero ¿qué mierda vamos a hacer?
—Decirle la verdad, que yo siempre estuve enamorada de vos, le vamos a agradecer el buen gesto que tuvo de contratarte para acercarnos.
—Pero...
—Pero nada, tu relación con ella se termina de la mejor manera, toda sospecha sobre si se cogía a un menor desaparece y a ella no le va a quedar otra que ayudarnos. Ni yo digo nada de su relación, ni vos hablas del tema y todos felices.
—Entonces ¿cuándo?
Esa misma tarde hablaron con ella y todos entendieron que lo mejor era participar del silencio. La madre hizo como si Pichi fuese su yerno de toda la vida, la hija hizo como si Pichi y su mamá fuese la primera vez que se veían. Pichi solo se dejó llevar con la sensación contradictoria de que había metido el mejor y el peor gol de toda su vida, digamos un golazo de tiro libre que clavó en el ángulo, pero que se lo hizo al club de sus amores. Viviría como se vive en ese momento (sin festejar).
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Pasaron los años con la misma velocidad imperceptible que un partido de noventa minutos en cancha de once para un jugador experimentado, sin esperanza y sin desesperación. Nació el primer hijo, un varón al que llamaron Diego en honor a los tiempos en que Pichi era el mejor del barrio y pudo serlo del continente, se hicieron una casa en el fondo de donde vivían ella y su madre, después tuvieron una nena.
Pichi es camionero y solo juega a la pelota los fines de semana; la suegra rehízo su vida con un hombre más joven que ella, viven juntos adelante. El suegrastro tiene su edad, se llama Juan Pablo y a veces va con Pichi a hacer de changarín en la maderera donde trabaja.
Con la suegra nunca más tuvo nada, verla como abuela de sus hijos apagó los pocos deseos que sobrevivían de la época que cogían.
Todo era normal, salía temprano a la mañana tipo 7, ponía en marcha el camión, a veces, si tenía que ir a buscar madera a Entre Ríos, se llevaba a Juan Pablo, si no, si tenía reparto en la zona, se iba solo a la fábrica a cargar y salir a repartir, o a cortar madera hasta cumplir el horario. Tipo 19 volvía a casa.
Doce horas afuera, trabajaba de sol a sol para darle todo a sus hijos y a su mujer.
El tiempo fuera de casa en el barrio, genera comentarios malintencionados de los compañeros de equipo.
—Tenés que laburar menos vos ¡eh! Te van a comer los ojos. Mirá que está lleno de buitres.
Le decían los pibes del barrio después del partidito del domingo. Él se reía nomás, lo entendía como chiste. Solo empezó a escucharlo como advertencia cuando se dio cuenta de que a los únicos que se lo decían eran a él y al Cobani, verse relacionado por los chistes con el Cobani, al que por su trabajo patrullando por las noches, él mismo le conocía unos cuantos cuernos, lo hizo sentirse más zarpado (en alerta, contrariado, con sospechas, burlado) de lo habitual.
Quiso quedarse tranquilo y alejar las dudas sobre la fidelidad de su mujer, así que un lunes salió como todos los días, pero dejó el arma que usaba por precaución en el reparto sobre la heladera, como para tener un motivo para volver. Dejó el camión a unas cuadras y volvió caminando despacio, llegó como a los cuarenta minutos de haber salido, giró muy despacio las llaves para no hacer ruido y cuando iba a abrir la puerta, estaba la traba puesta; eso quería decir que cuando salió, la mujer se había levantado a trabar la puerta, cosa que jamás pasaba a pesar de la insistencia de Pichi de que lo hiciera por seguridad. Entonces gritó su nombre, se escucharon murmullos. Pasó un minuto y la mujer abrió.
Tenía un camisón distinto, pero no dijo nada.
—Me olvidé el fierro y los puchos.
—Dónde tendrás la cabeza vos ¡eh!
— ¿Por qué pusiste la traba?
Preguntó mientras se guardaba el fierro en la cintura y prendía un cigarrillo.
— ¿Vos me estás cargando? Te la pasás diciéndome que el barrio está jodido y jodiéndome para que trabe la puerta.
—Pero nunca lo hacés. ¿Por qué tardaste tanto en abrir?
Cuando terminó la frase avanzó a la habitación mirando atentamente el suelo con el corazón frenando, como si lo hubiera picado una víbora y en algún lugar de la casa estuviera perdido el antídoto que lo podía salvar.
—Tardé porque estaba acostada, uno cuando duerme no es muy rápido.
—Pero si te habías levantado a trabar la puerta, tan dormida no estabas.
Cuando entró a la pieza vio una zapatilla al lado de la cama que no era suya ni de su mujer. Sintió que el veneno le había llegado al corazón y que esa zapatilla era el frasco de antídoto que buscaba, pero estaba vaciado por un envenenado que se le adelantó y se salvó antes que él y estaba en alguna parte del mundo riéndose del lento que ya jamás iba a salvarse de la picadura que los igualaba.
Esa parte del mundo tenía que ser abajo de la cama, apuntó.
—Salí ya mismo o te agujereo todo la puta que te parió.
Un “no dispares” salió al mismo tiempo de la boca de su mujer y de abajo de la cama. Disparó a la zapatilla.
—Salí la concha de tu madre o te mato como a una rata.
La zapatilla era familiar pero la voz, tan aguda, no la reconoció. Cuando salió era Juan Pablo, su
suegrastro.

No sabe, no se acuerda cuántas horas se quedaron los tres encerrados en la casa. Para él fue como pasar dos minutos mirando una foto, una rara en la que aparecía Juan Pablo descalzo y medio en bolas al lado de su mujer, los dos llorando, haciendo un gesto ridículo, largo e insistente, pedían piedad; él tenía que ser el fotógrafo porque sabía que estaba ahí, pero no aparecía en la foto. Cuando el sol se estaba yendo, volvió en sí y se fue a lo de su mamá, armado y (no sabe cómo ni en qué momento) borracho. Ese día se separó.



Matías Ávalos (Quilmes, Sur del Conurbano Bonaerense 1989). A los quince empieza a trabajar en una fábrica maderera que lo formará en la sensibilidad de clase, dramática y estética. Con dieciocho años lee a Dostoievski y decide que quiere ser escritor, desde ese momento lee todo lo que se le cruza. A los veinte y ya radicado en la ciudad de Buenos Aires, escribe teatro con forma de mala poesía y poesía con forma de mal teatro. Hasta que a sus veintisiete nace su hija, se muda a Valparaíso y empieza a escribir prosa. Su obra está atravesada por el racionalismo experimental de los neobarrosos rioplatenses y la ética irracional de los futboleros argentinos.

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