Llaves, coscachos y lágrimas (por Felipe Reyes)








Por Felipe Reyes

En The Wrestler (2009), la película de Darren Aronofsky (Pi, fe en el caosRéquiem por un sueño), ya en las primeras escenas reconocemos esa historia que aunque creemos haber visto mil veces, aún no nos aburre. Sólo han cambiado algunas reglas del juego. En este caso, en lugar de ser la historia del declive de un boxeador, nos hallamos ante la decadencia de un luchador, un Wrestler, enfundado en su fluorescente calzoncillo de súper héroe y exceso de Koleston en la cabeza. A pesar de las múltiples diferencias de ambos mundos, el wrestling fue ocupando sigilosamente el vacío dejado por el boxeo, no sólo porque ambos se realizan sobre un cuadrilátero, también fue apropiándose de los arquetipos que constituyeron los pilares del imaginario boxístico. Ante este relevo, a cambio de dar visibilidad a sus miserias, ¿podrá adquirir el wrestling aquella dimensión mitológica y cultural que tuvo antes el boxeo?


El wrestling, que en su formato más circense ocupa un lugar destacado en la industria del entretenimiento en EEUU, ha conseguido una expansión importante, infiltrándose incluso en feudos de sofisticación de high-cultur y hasta en la literatura: De donde viene la carne es una de las crónicas que conforman Error humano (2005), Chuck Palahniuk nos relata su experiencia en los combates de selección para el equipo olímpico norteamericano de lucha libre. Una comunidad de hombres mutilados como viejos juguetes de goma: “Uno tarda un par de horas en darse cuenta de qué le pasa a todo el mundo. Son las orejas. Parece que uno ha aterrizado en un planeta donde casi todo el mundo tiene las orejas rotas y aplastadas, derretidas y encogidas. No es lo primero que salta a la vista de esta gente, pero cuando uno se fija, ya no ve nada más. –Para la mayoría de los luchadores, las orejas deformadas son como tatuajes –dice Justin Petersen–. Son como signos de estatus. Es algo que en la comunidad se contempla con orgullo. Quiere decir que uno le ha dedicado tiempo”. Como en El Club de la Pelea, pero legal y con deportistas. Esforzados hombres sin el reconocimiento social de otras ramas del deporte, ni grandes porcentajes por conceptos de publicidad ni el apoyo de una masa enfervorizada de admiradores. Nada de nada. Pura pasión. Tan sólo el goce de luchar y, de pasada, la satisfacción de ganar. En el fondo, el placer de aforrarse por aforrase. “La lucha es un deporte puro”, asegura Palahniuk, “una secta, una fraternidad, un club, una droga”.

John Irving es otro escritor aficionado a la lucha. En su libro La novia imaginaria (1995), como poseído por el espíritu de Hemingway, habla de escribir y pelear, como descargas eléctricas del mismo signo que se repelen. El autor de El mundo según Garp, enumera, en una especie de diario de un luchador, las lesiones que le ha costado la ruda afición: en ambas rodillas, en el codo derecho y en el hombro izquierdo.

En Chile, la épica boxeril permanece cubierta entre otras cosas por el polvo soso de la modernidad narrativa del yo. A mediados de la década de los sesenta, el escritor Juan Uribe Echeverría se atrevió a ponerse la bata de seda del boxeador nortino Pedro Caucamán, quien llega a la capital buscando su sueño cuadrilátero de gloria. Entrena duro y sueña con el ring, las luces, los puños en alto, él en andas y la multitud corea su nombre. “Caucaman no ignoraba que en otros gimnasios de la ciudad, en los del Fortín Mapocho; Compañía de Gas, Comercio Atlético, Yarur, Famae, Ferroviarios, Universidad Católica y el México Boxing Club, docenas de aficionados venidos de la pampa o del sur hacían lo mismo, y entre ellos, su próximo rival”. Logra un par de triunfos, Caucaman es una promesa. “Ahora el entrenamiento era más duro y sistemático y había que hacer guantes, diariamente, con boxeadores duchos y experimentados que le llenaban la cara de avispas y se reían a gusto de su noviciado”. Su preparador, Pincho González, le repite como un mantra la máxima: “Hay que acostumbrarse a recibir el castigo. Caucaman, con los ojos humedecidos, descargaba su ira contra la bolsa de arena”. Entre respuestas con bocado y potes de vaselina, arrugados mentores (como “Sonrisita” Gutiérrez) y transpirados muchachos, El púgil y San pancracio relata ese mundo perdido de appercuts izquierdos y juegos de piernas.


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Otra suerte ha tenido el wrestling fuera de sus fronteras, donde ha costado comprender el sentido de una cosa que no es deporte, ni competición, ni relato, ni teatro, aunque tenga un poco de todos ellos. Se trata de algo basado en la expectación, el simulacro y la dinámica televisiva. Tres habilidades bajo sospecha, dada su capacidad para la mistificación (salvo en EEUU, donde gozan sin complejos de las llamadas Art of deception). En su expansión se ha topado con las reservas europeas a la espectacularización de la violencia, más aún cuando tiene como target al público infantil y juvenil. Sin embargo, ahí radica uno de sus contradictorios secretos del éxito: es apto como espectáculo familiar porque se anuncia como una farsa, una lucha coreografiada, fingida, pactada e indolora, y por ser así o como prueba de eso, se escenifica y promociona con una agresividad hiperbólica. El wrestling quizá es al boxeo lo que la política actual a la de antaño, o lo que las guerras de hoy a las pasadas… un duelo hecho espectáculo visual, transmitida vía satélite a los más recónditos rincones del planeta (o en su defecto, vive en YouTube), en el que al espectador se le hace cómplice por el solo hecho de aleccionarlo – e incluirlo – en la mecánica del relato.

Pero no es arriesgado especular que el wrestling norteamericano debe, en parte, su auge al declive del boxeo, al que asfixiaron ficciones y titulares que lo hicieron sinónimo de violencia, sordidez y corrupción. El wrestling, en cambio, despeja de inmediato suspicacias: no arregla peleas, las guioniza. No es violento, sólo lo parece. Para distanciarse definitivamente de la iconografía pugilística, el wrestling se promociona a través de una estética infantil y colorista, en la que el público ha dejado de ser la masa oscura y humeante que rodeaba el cuadrilátero de box, para pasar a ser parte integrante del espectáculo, siempre iluminado y advertido de que el próximo primer plano puede ser suyo. Al boxeo la mala fama le hizo bien (durante un tiempo): fue la pátina que persiguieron tantos como escenario y metáfora, aunque al final esa leyenda negra, regada de realidad, terminó por expulsarlo de lo políticamente correcto, de las pantallas domésticas y de la esponsorización millonaria de épocas pasadas.

Si la épica del boxeo se funda en la relamida fábula del astro surgido de la nada, su llegada a la cima y su posterior caída al vacío, el wrestling ofrece, en su lugar, una rutina de juego en la que su principal argumento es el eterno retorno; el de los duelos diseñados temporada tras temporada y en los que las reapariciones y revanchas son imprescindibles (la capitalización de un legado). El boxeador se enfrenta en cada derrota al vértigo de la desaparición absoluta. El luchador retrocede para tomar vuelo y renacer tan pronto como el guionista le indique. Quizá por eso, el mundo del box ha patrocinado una iconografía grave y poderosa (con pixeles o surcos del tracking sobre imágenes añejas), en cambio el wrestling acopia un legado que en su mayoría es mercahndising, figuras de acción, video juegos y disfraces tan llamativos como los programas de televisión que los dieron a conocer y que, por cierto, ya consideran y archivan como performing art.

Advertencia: este espectáculo cuenta con décadas de tradición en EEUU, en constante evolución estética, sin un marco reglamentario claro y de infinitas ligas, siglas y modalidades. En su lado más indigesto, las hay con violencia fingida, pero brota la sangre a borbotones (como si homenajearan al Cóndor Rojas, se cortan con hojas de afeitar en lugares determinados del cuerpo); las que reniegan de reglamento (NRW, No Rules Wrestling) y hasta las improvisadas en el patio de la casa, con las esquinas del cuadrilátero tapizadas de tachuelas, trozos de vidrio y alambre de púas (las llamadas Four Corners of Pain, pura demencia suburbial, disparates White trash).

Para la gran mayoría de sus seguidores, el wrestling fue ganando terreno en la tiranía del rating desde la década de los setenta como un inocuo show a todo color, protagonizado por personajes salidos de un comic, como Hulk Hogan, eternamente jóvenes, bronceados e hipermusculosos. Antes, Barthes ya había puesto su mirada en el simulacro de la lucha fines de los cincuenta; Mitologías anota:

“Hay personas que creen que el catch es un deporte innoble. El catch no es un deporte, es un espectáculo; y no es más innoble asistir a una representación del dolor en catch, que a los sufrimientos de Arnolfo o de Andrómaca. Por supuesto existe un falso catch que se representa costosamente con las apariencias inútiles de un deporte regular; esto no ofrece ningún interés. El auténtico catch, llamado impropiamente catch de aficionados, se representa en salas de segunda categoría donde el público espontáneamente se pone de acuerdo con la naturaleza espectacular del combate, como el público de un cine de barrio. Aquellas personas se indignan porque el catch es un deporte falseado (cosa que, por otra parte, debería liberarlo de su ignominia). Al público no le importa para nada saber si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía a la primera virtud del espectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia: lo que importa no es lo que cree, sino lo que ve”.


Entonces, su proyección fuera de su espacio televisivo era escasa. Pero esa inocencia se perdió en algún punto del camino, entre gritos, ademanes, morisquetas y odios fingidos que han terminado por definir la profesión hasta llegar a ser lo que es ahora: una industria millonaria.


En la película, The Wrestler, Aronofsky ha insertado definitivamente en ese mundo el arquetipo del trapecista sin red donde caer, sujetos decadentes atrapados por la nostalgia de glorias marchitas y egos desinflados, en un momento en que no dejaban de aparecer en la prensa norteamericana artículos denunciando la gran cantidad de luchadores que han muerto jóvenes, víctimas de accidentes de tránsito, alcoholismo, depresiones, fármacos y el estrés de una vida profesional diseñada por otros.



Shepar Fairey, una de las estrellas del diseño gráfico contemporáneo, ha hecho del rostro del luchador André The Giant el leimotiv de su carrera: un ícono triste y monumental, para muchos comparable a la foto del Ché Guevara tomada por Korda, y que cubriendo paredes de medio mundo desde 1986, terminó por convertirlo en una suerte de mártir posmoderno. Este si es el lado oscuro de la luna. Pero la visión realmente crítica de la profesión es aún más reciente, la cadena de televisión HBO abrió los fuegos en 2003 con Real Sport with Bryan Gumble, un reportaje que da cuenta del alto índice de muertes prematuras en la profesión. El único luchador que habló en cámara, el respetado Roddy Piper, pagó con una retirada temporal su atrevimiento. Particularmente traumática para los aficionados fue la muerte accidental de Owen Heart (1999), acaecida en público y, claro, ya fue subida a YouTube.

Advertencia: No es agradable ver cómo alguien se parte la columna. Para golpes que dañan sólo con el sonido existe el extenso menú de los combates de patio trasero y antejardín de Kimbo Slice.

Otra muerte igualmente impactante ha sido la de Chris Benoit (2007), que se suicidó tras acabar con la vida de su mujer e hijo, dando pie a especulaciones de todo tipo sobre el efecto que tiene en el carácter de estos actores del coscacho tanta sopa de esteroides y bifes de anabólicos. Alguna vez leí que causó mucho interés y revuelo la aparición en internet de un guión en el que queda claro hasta qué punto la espontaneidad y el imprevisto NO forman parte del wrestling. El guión, de la TNA (Total Non-stop Action Wrestling), fue retirado al poco tiempo como si se tratara de un secreto de Estado. Tanto escándalo no conviene a un espectáculo que llena estadios de preadolescentes (etarios y tardíos) y cabezas de músculo bajo una relamida premisa: El show debe continuar. Quizá, mientras más afloren las tripas y los costos y los daños de la profesión, se desvanezca su razón de ser, pero también la idea bidimensional que teníamos de ella.

Ya lo sabemos: Nada, absolutamente nada más inspira tanto al espíritu creativo y a la industria del entretenimiento que el dolor verdadero.


Felipe Reyes. (Santiago, 1977) Ha publicado las novelas Migrante y Corte. también la crónica biográficaNascimiento, el editor de los chilenos por el cual recibió el Premio escrituras de la memoria 2013.


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