Catalunya: la democracia en juego (por Darío Zalgade)
Por Darío Zalgade
El
pasado 1 de octubre, hace apenas siete días, el FC Barcelona jugaba a puerta
cerrada su partido contra la UD Las Palmas para protestar frente a los abusos
policiales cometidos contra la población civil durante el referéndum de
autodeterminación que se estaba celebrando en Catalunya. La imagen de Messi,
Suárez y Paulinho jugando en un Camp Nou con las gradas vacías recorrió
entonces las pantallas de televisión de medio mundo y sorprendió a millones de
personas que hasta ese momento desconocían lo que en España hace años que se
viene denominando como la «cuestión catalana», el «desafío catalán» o «la
amenaza independentista», según el medio de comunicación que lo presente. Son
etiquetas variables y a veces malintencionadas que, sin embargo, giran en torno
a un problema bastante sencillo: dentro de la geografía española hay un
territorio, llamado Catalunya, que tiene su propia historia, su propia cultura,
su propia lengua y su propia identidad, y ocurre que en este territorio hay cada
vez más gente que quiere independizarse de España.
De
unos años a esta parte, entonces, tanto el gobierno y el parlamento catalanes
como diversas organizaciones políticas —CiU / PDCat, ERC, CUP— y civiles —ANC,
Òmnium— estuvieron tratando de consensuar con el Gobierno español la
celebración de un referéndum de autodeterminación según los precedentes de Québec
y Escocia, cosa de determinar por vías democráticas cuál sería la voluntad
mayoritaria de Catalunya respecto a su articulación —o no— con España, y poder actuar
en consecuencia. Había un problema, sin embargo, y era que España se definía a
sí misma como «patria común e indivisible» de acuerdo a su Constitución de 1978,
con lo que tanto el gobierno español como sus máximas instancias judiciales se
mantuvieron inamovibles: desde la perspectiva del Gobierno y los máximos
órganos judiciales españoles, Catalunya pertenecía a España, y punto. Y ni
referéndum, ni independencia, ni ‘hostias’. Visto lo cual, y como única opción
restante, Catalunya decidió organizar de forma unilateral su propio referéndum
de autodeterminación.
Conviene
recordar en este punto que la Constitución española ya había sido modificada de
forma exprés en dos ocasiones: una en 1992, para adecuar los derechos de los
sufragistas extranjeros al Tratado de Maastricht, y otra en 2011, para
incorporar las pautas de contención del déficit marcadas desde el Banco Central
Europeo por la crisis económica global. Sin embargo, no ha habido —ni se ha
propuesto— una tercera reforma que garantice el derecho de autodeterminación de
los pueblos dentro del Estado español, a pesar incluso de que esta negación
contraviene lo dispuesto por las Naciones Unidas.
Asumida
entonces forma oficial la «indivisibilidad» de España, y de forma tácita la
inalterabilidad de su Constitución —o al menos su inalterabilidad en este punto—,
el Gobierno español resolvió dedicarse a contrarrestar no ya el ideario
independentista, sino el referéndum en sí. Tanto Gobierno como fiscales y
jueces concentraron sus esfuerzos en desactivar y ahogar cualquier paso dado
por Catalunya en pos de la votación, y todos los medios de comunicación nacionales
—incluso algunos anteriormente de izquierdas como El País o La Sexta— pasaron a
incorporar de forma sistemática el epíteto «ilegal» a la palabra «referéndum» en
el marco de sus discursos sobre el «desafío catalán». La derecha española comenzó
a propugnar a partir de ahí una inversión de términos que muchas otras fuerzas
políticas y mediáticas aceptaron con connivencia: la democracia ya no era un
sistema político que defendiese la soberanía del pueblo y su derecho a elegir,
sino que pasaba a quedar definida tan sólo por una intocable Constitución Española
aprobada —irónicamente— en el histórico referéndum de 1978, cuando, por cierto,
la derecha que hoy está en el poder promovió la abstención y rehusó votar.
Durante
todo el pasado mes de septiembre, entonces, cada paso dado por Catalunya para
organizar su propia consulta fue contestado por un movimiento desde España para
impedirla. Su convocatoria fue declarada ilegal, las cuentas bancarias del
Gobierno catalán fueron intervenidas, millones de papeletas fueron incautadas
en imprentas y más de una decena de funcionarios fueron detenidos en
operaciones policiales a cargo del Estado, frente a una aparente pasividad de
los Mossos d’Esquadra catalanes que también fue denunciada por el Gobierno
español. Semana tras semana, entonces, crecía la presión policial española en
Catalunya, con lo que las calles catalanas se iban llenando cada vez más de
manifestantes, a lo que el gobierno español respondía enviando todavía más fuerzas
policiales, y así sucesivamente hasta que llegó el 1 de octubre y Barcelona despertó
con lluvia, con sus paredes empapeladas en llamados a la votación —por sí o por
no—, y con largas, larguísimas colas en los más de dos mil colegios electorales
donde más de cinco millones de personas estaban llamadas a votar. Desde hacía
días, miles de voluntarios habían acampado en ellos para impedir que la Policía
Nacional los cerrase «en defensa de la democracia», la misma noble causa que
llevó a la Guardia Civil a intervenir el centro de comunicaciones donde debían
coordinarse los censos digitales y el recuento de votos. Y el ambiente, pese a
todo, palpitaba alegre. La participación del 1O comenzó siendo altísima, el
nivel de la movilización civil catalana no tenía precedentes en nuestro siglo,
y se sentía una toma de consciencia generalizada del valor incalculable que
tiene la democracia, el valor casi inaudito que tiene un voto, una palabra, una
voz.
Al
poco de abiertas las votaciones, sin embargo, comenzaron a dar vueltas por los
teléfonos de toda Catalunya las imágenes brutales que algunas horas después vaciarían
las gradas del estadio del Barcelona y llenarían el prime time de los informativos de todo el mundo, llevando la
«cuestión catalana» a lugares donde, hasta ese día, había sido una temática por
completo desconocida. Fuerzas ‘antidisturbios’ de la Policía Nacional y la
Guardia Civil españolas cargaban por toda la geografía catalana con una
violencia saturada de odio frente al terror y la rabia incrédula de cientos,
miles de personas que ejercían —sin apenas excepción— una resistencia pacífica estremecedora
para defender sus urnas, sus votos, toda una fe en la democracia que desde
Catalunya se reivindica hoy con más fuerza que nunca mientras España responde con
la alalia de la represión policial más rancia, el sello indeleble de un
Franquismo que nunca murió del todo y, con días como el 1O, parece que nunca lo
hará. Un millón más de independentistas nacieron en esas horas en las que
España perdió a Catalunya frente a los ojos de todo mundo y se demostró, una
vez más, como el Estado monárquico, conservador y colonial que tristemente
sigue siendo, para frustración de millones de personas que no comulgan con este
ideario patriarcal del Estado y que hoy ven en el divorcio catalán un sano
proceso de purga: un proceso quizá traumático, pero, también quizá, un grito que
nos llama a vivir y respirar —en cualquier lugar del mundo— con ganas de
libertad.
Un
papelito en el suelo, una mano que lo alza, unos ojos que leen:
«¿Quiere que Catalunya sea un
Estado independiente con forma de república?».
Darío
Zalgade (Santa
Cruz 1983) es licenciado en Letras Modernas por la Universidad Nacional de
Córdoba (Argentina) y máster en Literatura Comparada y Estudios Culturales por
la Universitat Autònoma de Barcelona. Se especializa en el estudio de la
literatura latinoamericana contemporánea y el análisis estructural de la
identidad. Es colaborador regular en las revistas Quimera y Oculta Lit, y administra
la plataforma cultural Liberoamérica.
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