Italia 90 (fragmento de novela) de Juan Manuel Silva Barandica


Carlos Valderrama


Rudy Völler, qué nombre más ridículo, da un pase a Pierre Litbarski, falso de falsos jugadores, para que entre por el lateral izquierdo de la zaga colombiana y azote de zurda la melena de Higuita. Todos gritamos, pero cosas distintas. Porque en ese tiempo creíamos que los europeos eran una mier­da, y que, más allá de los nazismos particulares de cada familia, cualquier selección de nuestro conti­nente merecía el respeto de un extranjero. Pero no.

En la botillería gritaron, en la rotisería, los niños del cité, todos gritaron el gol de Alemania. Con mi mamá, creo, nos miramos, y ella, que odiaba a los negros, dijo: malparidos, maricones, que se cague la puta madre en toda Alemania. El reloj marcaba el minuto 43 del segundo tiempo, de un partido cualquiera en un mundial más, pero mi mamá, que era una inmigrante más en un país intrascendente, decidió dejar de verlo. Mi papá, macabeo sin alter­nativa, altivo con nosotros, le dijo: cortalá. Creo que hasta el día de hoy recuerdo el acento en la última vocal, como los últimos minutos de ese partido, en el que nada de lo que yo creyera, aparentemente, estaba en juego.

Mi papá no celebró nada. Dijo algo sobre la calidad de los delanteros. Yo aún no sabía pronun­ciar algo definitivo. Los balbuceos todavía deben vibrar en el adobe de esa casa. Entonces el mismo Völler parece que iba por el lateral izquierdo y la perdió. Leonel Álvarez con su bigote de lámina se la pasa al Bendito Fajardo, quien sube, con el par­tido y el mundial encima, y se la cede al Pibe Val­derrama. Se para el mundo. Carlos da la vuelta, tropieza, piensa y siente un pase inútil, se sugiere una oportunidad de cambiar al otro lado y decide, finalmente, tocar, sin perder el eje de su movimien­to, al lado a Rincón, que le devuelve de un toque a Fajardo y este, sin mirar, a Valderrama.

Después de una educación de nombres es difícil llamar por el mismo a una persona que cam­bia. Y lo sé, porque no reconozco a mi papá en las fotografías del álbum familiar, y porque mi mamá no era mi mamá cuando estaba pololeando con ese hombre llamado Claudio Silva, próximamente ato­sigado con mi presencia futura. Yo veía un afro ru­bio, sin saber quién era ese hombre que corría poco y nada en la mitad de la cancha de un mundial que era el inicio de algo, que para un país perfectamen­te sería una mitad. Mi papá no tomaba ni cerveza ni vino, ni menos tenía amigos, me tenía a mí, un niño de siete años al lado suyo, viendo un partido entre Colombia y Alemania en los últimos minutos, con una estufa a parafina Sindelen. Siempre me gustó la palabra Sindelen, me recordaba el Supe, palabras con ese, palabras que parecían referir a una serie de personas en una cosa mundial que debía llamar­se trabajo, levantándose todos los días, muy tem­prano, a pesar de que uno faltara al colegio, para construir todo lo que usábamos. Alguna vez pensé en los alemanes construyendo califonts perfectos, para que ya nunca hubiera una explosión, o nortea­mericanos con sus autos que nos llevarían al otro lado de la cordillera, cuando mi papá tuviese plata y más allá.

Pero Valderrama era esa pausa, ese silencio. Quel sogno che comincia da bambino e che ti porta sempre piu' lontano. Y mi papá –que había habla­do todo el partido diciendo que Colombia era un país bananero, que jamás le ganaría a una superpo­tencia y que la historia estaba hecha para repetir­se– guardó silencio. Porque aquel hombre de pelo amarillo había parado la pelota, levantado la cabe­za para hacer un toque con el que tenía más cerca, lo más fácil. Rincón se la toca a Fajardo y mi papá grita: tócala conchetumare.

Valderrama. Cómo decirlo sin las vocales y las consonantes, sin los acentos que merecería un nombre tan largo y de un juego tan pausado. Carlos, digo, porque Carlos ya es casi mi amigo de tanto nombrarlo, toca la pelota y no la toca. Piensa, dirían las personas que nunca han jugado fútbol. Porque es tan fácil decir que un oficio es llegar y repetir un movimiento. Carlos Valderrama debe haber repetido en innumerables ocasiones un pase en profundidad, entre los defensas, en Unión Mag­dalena, y su técnico lo debe haber felicitado. Todos tenemos la posibilidad de hacer bien las cosas en el momento en que nadie nos las pide. Pero Carlos Valderrama estaba en Santa Marta, y no contra Au­genthaler o Buchwald, no en el Giuseppe Meazza, no en Milán, no en Italia. Valderrama se dio vuel­ta para ver a su compañero, Freddy Rincón, quien entre los defensas, a grandes zancadas, se fue, el minuto 47, en busca de Bodo Illgner, monstruo bajo los tres palos, que nada pudo hacer con su suave penetración de derecha. Non e' una favola e dagli spogliatoi escono i ragazzi e siamo noi.


4.

Y no pude dormir en semanas, pegado a los pastos. Abría Las Últimas Noticias y me cagaba en­tero pensando en Antonio Gil, en esa lengua que sonaba como papas fritas y en el restorán chino el día de Noche Buena. Debo haber pelado tanto el ca­ble con el tema que entre la gente de la universidad me llegaron con el dato de que alguien de Literatu­ra tenía un blog en la que hablaba de esas fiestas de Navidad en los restoranes chinos.

Leí, como casi todo en ese tiempo, un poco borracho y volado, sin entender más que un par de palabras. Lo que más me llamó la atención tenía que ver con que nadie pensaría en pasar por un res­torán chino la noche de Navidad, puesto que inclu­so quienes no creen en Cristo tienen cosas mucho mejores que hacer que ir por comida rápida y aceite recalentado. En fin, nos juntamos a tomar con Pilar y su pololo Tomás, y luego de tres botellas de pisco decidimos dedicarnos de lleno a esta investigación.

Tuvimos que convocar al club del mediodía, mez­cla de la pandilla de Silvio Astier y el cuento frus­trado de Martín Quilpué, aunque cenital, hora en la que más o menos recibíamos las primeras luces del astro rey, con su fastuoso y terrible avance por la bóveda celeste. Se supondrá, correctamente, que las infinitas cañas, resacas, guayabos, chuchaquis y demases eran las grandes razones para que no co­nociéramos la mañana.

Gracias a la lúcida investigación del blog, me ilustré sobre la existencia de Agartha, de la ciudad donde estaba escondido el Comandante General de la Confederación Estelar: Ashtan Sheran, común­mente representado como un hombre caucásico de más de dos metros de altura, pelo rubio –largo y liso- y ojos grises, como el metal de una nave espa­cial. Ahí leí:
“Las cosas estuvieron a punto de ponerse feas en esa alejada parte del mundo. La Cábala que­ría su Tercera Guerra Mundial, pero han retado al UNO en su propia cara, y cuando debían haberse retirado, por el contrario pensaban jugarse el futu­ro de la humanidad en un tiro de dados. El Padre dio luz verde a la intervención sin esperar más la desclasificación que debía ser anunciada por Oba­ma. Así que con la anuencia del UNO, Ashtar man­dó una nave a Ucrania obligando a las partes (in­cluyendo a Putin) a retirarse. Acto seguido el vuelo 327 de Malaysia es secuestrado por naves de la Fe­deración Galáctica y llevado al centro del planeta, a Agartha donde los tripulantes, todos trabajadores de la Luz advertidos de antemano, se encuentran sanos y salvos. El Avión es en sí mismo la declara­ción de la Federación Galáctica de Desclasificarse ella misma. El Comandante Ashtar lanzó un ulti­mátum de simplemente borrar toda existencia que vaya en contra del plan Divino de Paz y Armonía y Amor que son las premisas de la Edad de Oro que ya transitamos en este tiempo lineal, así como la posibilidad para otros de ascender a la 5D y re­gresar a sus respectivos lugares de origen”.

Esto me tranquilizó, obviamente, pero me hizo pensar en que de pronto era todo cosa de la cá­bala negra o los reptilianos, o el Comandante Uni­versal Ashtar Sheran, que quería ponerse en con­tacto conmigo para que nos fuéramos a los Montes Altai, donde parece que había pelado el cable hace un rato ya Nicolas Roerich. Eran bacanes sus mo­nos, me decía, solazado por la profundidad de las pinturas. Pero volvía como un retorcijón la imagen del álbum, de la cara de Antonio Gil y esa serpiente maldita que repetía como una fonola la cancioncita esa de fondo, en no sé que lengua de fritangas.

Y aunque éramos amigos hace un tiempo, la diversión del enigma y la paranoia de esa Noche Buena –que les repetí hasta el cansancio, mostrán­doles la serpiente y el álbum– hizo que nos empe­záramos a juntar semanalmente durante todo enero para encontrar una respuesta. Largos conciliábulos entre rumas de libros en la mesa más grande del salón interior de La Terraza.

Yo pedía primero una cerveza de medio con una ginger ale, para mezclar. Luego dos whiskies con agua mineral gasificada. Hicimos esto cinco veces, hasta que me dieron el ultimátum en el de­partamento, vía el administrador (un ser aun más secreto y misterioso que Antonio Gil).

Y realmente no descubrimos nada, salvo la mezcla de símbolos alquímicos, masónicos, chinos y de casi todos los credos que uno pudiese conocer. Si ya a la tercera reunión habíamos dilucidado eso, el resto era todo risas y curarse, mientras por den­tro yo me iba angustiando cada vez más por todo y olvidando el objeto de las juntas. Fue luego de esta, que Carlos Almonte, uno de los amigos que había conocido por la Pilar, se explayó largamente sobre la importancia de los viajes, de volver al origen, de comunicarse con los asuntos fundamentales. Habló de la serpiente que se come la cola, el ouróboros, que simbolizaría la unión de los contrarios, la su­peración de la muerte y la concepción de que todo está reconstruyéndose, en movimiento. Tomás se puso a contar que en una página de Internet había visto que los japoneses unían las cosas rotas con oro, pero no se acordaba por qué. Todos aceptamos que pegar algo roto con oro era una buena solución. Entonces Almonte nos hizo callar. “Yo creo que de­berías irte un rato, despejarte”. Todos asentimos.

Semejante descubrimiento nos tuvo despier­tos toda la noche, al punto que mandaron a Mon­tecinos a comprar un poco más al Obelisco, en la Plaza Italia. Otro fue a comprar trago a la Fuente Holandesa, en Santa Rosa con Alameda. Buscamos infructuosamente una respuesta. La persona más sabia, Pilar, advirtió que ya no tenía sentido seguir la reunión y nos despedimos.

Decidí entonces partir en unos días a Men­doza, lugar de origen de la mitad de mi familia.





+ Juan Manuel Silva Barandica (1982) publicó Cetrería (2010), Trasandino (2012), Casimir (2014), Italia 90 (2015), Acerca de personas (2016) y Ornitomancia (2017). Tradujo La roca de Wallace Stevens.

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