Puñalada fraterna (por Gaspar Peñaloza)
Nunca he
repartido combos en la calle, me he entrampado en una pelea justa o he citado
mediante el rumor o la apelación directa a otro hombre para probar mi honor. La
vez que mi mejor amigo se involucró con mi amor quinceañero le pegué un dormilón
casi tierno en el brazo derecho y le hice ver mediante palabras bonitas con
pretensión de cierto ascendente que se
había equivocado. Todo muy refinado — no en un buen sentido— para el sentimiento burdo de posesión y la herida del orgullo que me laceraba como un
niño por dentro. Esta intimidad enfrentada se manifestó durante toda la educación
media a través de diferentes discusiones: nos puteamos en pichangas, en asambleas y en
carretes pero nunca llegamos a las manos.
Ahí
experimenté el honor,
que se visibiliza en la intransigencia pero también en la fraternidad con el enemigo, esa palabra puede parecer una
ridiculez en la actualidad, pero hay contiendas limpias, reveladoras que se
tornan a momentos un acto de amor hacia uno mismo pero también hacia el rival.
Mi
acercamiento más grande con el enfrentamiento uno contra uno aparte de las peleas
infantiles con mi hermano fueron mis dos años y medio entrenando Jiu - Jitsu
brasilero. El primer año y medio fue de corrido, aprendí mucho, luego me iba y volvía, en una de esas vueltas el profesor, quizá
como una lección de
constancia, me insistió frente a todos que participara en un torneo el sábado que venía — estábamos a martes— no pude decir que no.
En general
las luchas en jiu jitsu se definen por puntos. Sin embargo, este torneo era por
finalización, es decir, la única forma de ganar era luxando una articulación o
estrangulando a tu oponente. Eran seis participantes y todos contra todos, es
decir, cada uno luchaba cinco veces en el centro de lo que era algo así
como el gran living de
un departamento; alrededor los miembros e hinchada de cada una de las escuelas
participantes, vitoreando y dando consejos de movimientos en un coro vehemente
que se escuchaba como un ruido blanco desde el centro donde me encontraba yo,
parado frente a mi primer adversario aún no muy convencido de lo que estaba haciendo. En
esa primera lucha fue mi desempeño más decente, lo dominé casi todo
el tiempo, pero cuando llegaba a una posición de dominio no sabía como finalizarlo, si hubiera sido por puntos
hubiera ganado. En uno de esos intentos desesperados me dio vuelta y
logró estrangularme. Lo mismo con el segundo, logré meterle una llave que consiste en levantarlo sobre mi espalda y
tirarlo al piso, esa típica del judo, pero al ver que caería fuera del tatame, es decir en el asfalto, me frené y también logró luego estrangularme. En la tercera lucha, no pasó ni un
minuto, el tipo, luchador avanzado en otras artes marciales, pegó un salto y me
metió una palanca al brazo, no se frenó cuando tapié — la forma de rendirse— y me luxó el
brazo, el codo salió para el otro lado, me lo tuvieron que recomponer y no
quise luchar las dos que me quedaban por el dolor en mi codo.
Los eventos
también son organismos que envejecen. Esa tres luchas aparte de expresar su
envejecimiento en una tendinitis en mi brazo derecho, han enquistado cierta
pregunta. Como sería hoy frente a la escritura — y la vida— si hubiera sabido
finalizar alguna de esas tres luchas o si hubiera luchado las dos que me
quedaban a pesar del dolor. El escritor debe hacerse cargo del problema del ego
y como lo soluciona es siempre un pilar de su poética, las artes marciales
tienen mucho que decir sobre esto: conocer la técnica, saber llevarla a la práctica,
entrenar para eso, confiar en que se puede vencer, permite desafiar sin
grandilocuencia, efectismo o artilugio. ¿Pero vencer a qué? ahí es donde la metáfora
se vuelve insuficiente y se abre la grieta de este texto.
En El Factor
Borges, Alan
Pauls dedica casi la mitad de un capítulo a la genealogía de Borges y su relación con el duelo: como si la escritura fuera simplemente ir declinando,
variando, disfrazando una misma escena original: la escena de dos hombres que
se enfrentan en un combate definitivo a matar o a morir. Para Borges
la relación de fuerzas es el motor de su escritura, en el cruce de espadas
encuentra el prototipo del momento significativo. Pareciera que ahí para enfrentarse a un otro en
necesario afirmar una identidad, cristalizar una ideología y su estrategia. El
duelo da sentido: introduce un principio de orden donde solo había caos o
automatismo, confiere plenitud a una vida vacía, reorganiza el pasado, saca a
la luz (o más bien inventa) las fuerzas secretas que ponían en movimiento, de
modo imperceptible, una experiencia. Para Borges el duelo comparte con la literatura la
relación entre convención y ruptura. Por un lado tiene una serie de reglas pero
por otro lado el peligro inminente y la naturaleza del ritual siempre deviene
en guiones nuevos y extraordinarios, además es un corte que logre crear un tiempo fuera del
tiempo, un mundo dentro de un mundo. Un duelo es la
suspensión del mundo y del tiempo.(…) Esa suspensión del tiempo y de la vida es
como un trance, una alucinación y tiene el vértigo de una fiesta.
De cierta
forma, un duelo ordena ideología, amor propio e historia personal al transformarse
en un centro magnético que atrae al lenguaje necesario para justificar
y llenar todas las aberturas que genera la decisión de arriesgar la vida por un
patrimonio inmaterial. Por el amor a los cambios en el relato que sufre una
identidad. Esta fuerza de gravedad también atrae a
un público y lo interpela, en los duelistas siempre hay un
grado de diferencia ideológica que permite representar el orden que casi por
azar representa el desorden de los sujetos espectadores que toman la posible
victoria de su duelista de preferencia
como la ratificación del ordenamiento de mundo en que ellos han descansado su
vacío existencial.
En un duelo
se vence para siempre, en un duelo se pierde para siempre, es un momento
significativo que marca una condición, cuya única forma de subvertirla es volver a ese momento
significativo, es volver a ese choque de espadas. Esto se ve muy bien en la
novela de Joseph Conrad Los duelistas, que
trata de dos militares del ejército de Napoleón que se enfrentan en sucesivos duelos a través de toda su vida y de la historia política de esa Francia en pugna entre los imperialistas
y monárquicos. Conrad, al igual que Pauls, ilustra el duelo
como un momento en donde se suspende toda moral, todo presentimiento, toda
convención y en esa suspensión los hombres se vuelven más capaces, su ira se vuelve precisión, pero también esa experiencia de peligro radical abre la memoria entre cada
movimiento. Estas mundanas preocupaciones se
encontraban, sin duda, fuera de lugar en momento tan solemne. Un duelo —se le considere como una ceremonia en
el culto del honor o simplemente reducido a su esencia moral como un deporte
civil — requiere
una absoluta claridad de intención y un espíritu de homicida desesperación. Sin
embargo, esta viva preocupación por su futuro produjo un excelente efecto al
despertar la ira del tenetiente D Hubert. En esta novela hay una guerra íntima dentro de una guerra pública donde los duelistas vuelven a enfrentarse como
una forma de memoria de lo que son capaces, de lo que son discursivamente y su
diferencia con el otro. De hecho, necesitan ir ascendiendo para poder seguir
batiéndose, la institución comienza a ser usada para esta
pugna personal, llena de momentos de profunda fraternidad, como una batalla
contra los cosacos en Rusia, donde quedan ellos dos solos y pueden sobrevivir
trabajando juntos por el claro conocimiento de la habilidades del otro, de
hecho, un tópico de la novela es que nadie conoce mejor a un
hombre que su adversario.
Siempre me
llamó la atención el cuadro de Goya, Duelo a garrotazos.
He buscado información
sobre él, y la verdad no puedo interpretarlo. Probablemente
no es más que la representación del peligro inminente que
siempre abre sentido. En este cuadro se puede ver como dos hombre en la
periferia de una ciudad, sin ningún tipo de padrinos o convención duelística — a diferencia de los duelistas de Conrad— se baten con garrotes con
una violencia espectacular. Desde el solo título Duelo a
Garrotazos, se propone una contradicción, un duelo tiende a ser un
ritual solemne, concertado, donde los garrotes desentonarían por su barbarie.
Goya nos propone un duelo desaforado,
la expresión del
dominio sobre el otro, sin ley pero también sin
clase. En un duelo no se puede contemplar, no se puede dudar éticamente.
Hay que tirar de cabeza
al hombre al asfalto si es necesario, y el cuadro de Goya demuestra esa
convicción.
En la
novela Corte de Felipe Reyes, toda la narración
esconde estas ideas sobre el duelo pero las sitúa en un contexto mucho más político.
La novela funciona así, un joven choro contra un viejo perro, se enfrentan en
la población a cuchillo por quien tiene el dominio moral de la población. Es
solo moral porque ya está claro que ahora son los jóvenes los que llevan el
negocio allí. El narrador en cada corte de cuchillo, en cada herida, se mete en
la historia personal de cada uno enrevesada con la historia política del país.
Esta lucha, este duelo, que a nadie le importa, que no es transmitido hacia
todo el mundo, que no tiene un premio de millones de dólares, me parece
interesante ponerlo en contrapunto con estas peleas espectaculares de vale
todo, donde todos ponen su voto en algunos de los peleadores, pero en general
no hay una ideología o una disputa, más que quien es mejor llevando a cabo la
misma, quien es más capaz luchando y acumulando dinero. En Corte,
mediante fotos y recuerdos nos muestra como cada uno de los
duelistas está enraizado en la historia de ese territorio y de los sujetos que
componen ese sistema de relaciones que los levantan como una sublimación de esa
rabia, ahí uno podría pensar en los dioses griegos peleando entre las nubes,
pero es todo lo contrario, su opuesto material. Aunque no por eso deja de ser
una representación procesando ese paisaje.
Creo que en
el momento de la escritura uno se enfrenta a algo, no sé muy bien a que. Estas
tres representaciones de alguna forma me ayuda a pensar tres motivos
diferentes y tres formas diferentes de
hacerlo. Por ahí escuché que un escritor escribe los libros que necesita
escribir, así como un duelista se compromete en los duelos que necesita dar,
para encontrar en esa suspensión sus carencias, su falta de recursos que
luego de vuelta en la realidad, al tiempo de todos, busca restaurar en la vida
asumiendo como los húsares de Conrad compromisos políticos que los vuelvan más
capaces para cuando su duelo personal vuelva. El duelista que no da las luchas
que son estrictamente necesarias para explorar su identidad es un mercenario,
como el escritor que escribe por el dinero o los aplausos. Uno puede hacer todo
bien, controlar el lenguaje, estar en posiciones de dominio, pero si no eres
capaz de finalizar es solo llenar espacio, el cuerpo es el lenguaje y está lleno
de articulaciones, luxar la sintaxis, así se vence.
Gaspar Peñaloza (Viña del Mar,1994) Editor de www.concretoazul.cl. Contacto: gasparpla@gmail.com.
Al tipo que le hiciste la llave tenías que tirarlo fuera del tatami, sin contemplaciones.
ResponderEliminarSi sé weón, la cagué, pienso en eso a veces con arrepentimiento antes de dormir.
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